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El número de verdaderos ricos que conozco no sobrepasa la docena, pero me gusta estudiarlos, a ellos y otros satélites de su entorno con los que apenas he hablado, con la curiosidad del entomólogo. Así, de una manera ciertamente grosera, distingo dos grandes grupos de ricachones: los que sólo atesoran dinero (no está mal) pero son unos pelmas insoportables, y los que también lucen gallarda fortuna pero resultan amenos en su conversación y trato. Del segundo grupo he observado un interesante matiz que me permite establecer un subgrupo: los ricos herederos; esto es, los que se encontraron con el pastizal desde que nacieron y no se lo han fundido porque sus millones los gestionan manos profesionales. Como no pegan palo al agua, suelen mostrarse felices, alegres. Nunca te vienen con gimoteos y no derraman peligroso resentimiento. Viajan, pimplan, comen por ahí, compran arte, ven pelis y series, incluso leen novelas... En general, los de este subgrupo militan en la izquierda pues su óptima manera de enfocar su devenir les arrastra hacia la solidaridad. Hombre, sus viviendas y posesiones nunca las alquilan por precios simbólicos a personas desfavorecidas, pero son de un enrollado aplastante y da gozo escucharles clamando contra las injusticias del mundo. Con uno de estos ricos alterné ayer. Acababa de regresar de un viaje de placer atravesando los USA, país que le encanta visitar un par de veces al año mínimo. Se ciscó, como es normal, sobre la estampa del antipático Trump. Le comenté que estaba batiendo récords de bonanza económica y el dato le descalabró. Meditó unos segundos y replicó: «Vale, pero me gustaría saber cuál es el índice de felicidad de los norteamericanos...». No le entendí. Imagino que ustedes tampoco. No importó, pedimos otra botella de champán. Pagaba él. Es un rico generosísimo.

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