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Durante años hemos oído una historia casi unánimemente aceptada que más o menos podría resumirse como sigue: a lo largo de los cuarenta años de régimen franquista, la dictadura apoyó a unos clubes de fútbol y castigó a otros. ¿Cómo? Muy sencillo, mediante favores arbitrales. El famoso penalti de Guruceta en el Barça-Madrid de la Copa (entonces del Generalísimo) de 1970 sería la prueba irrefutable que demostraría la existencia de esta conspiración político-deportiva que aupó al Real Madrid a lo más alto del escalafón, ayudó en menor medida al Atlético de Madrid y al Valencia y masacró de manera inmisericorde al FC Barcelona. La razón por la que los culés se vieron discriminados es elemental: la entidad y su afición representaban los valores del nacionalismo catalán, se configuraban como los guardianes de las esencias identitarias de un pueblo (o nación) irreductible, cuyos habitantes se negaban a ser asimilados como españoles y que expresaban como buenamente podían su oposición a Franco en los partidos de fútbol. De este modo, la leyenda se iba engordando con historias de robos descarados a manos de árbitros comprados, designaciones sospechosas, calendarios amañados, fichajes hurtados, gradas combativas, cargas policiales y otros tantos episodios de los que no existía apenas constancia gráfica o documental. El relato ya tenía todos los ingredientes para ser un éxito y el público lo compró tal cual, sin apenas ponerle objeción alguna. No importaba que algunos datos no casaran, que en los peores años de la dictadura -en la década de los cuarenta, nada más terminada la guerra civil-, los clubes que más títulos ganaron fueran el Barça, el Athletic de Bilbao y el Valencia, no el Madrid. O que el gran salto adelante del conjunto presidido por Santiago Bernabéu, con la conquista de las cinco copas de Europa consecutivas, difícilmente se pudiera atribuir a un régimen que en el exterior era casi un apestado. Al fin y al cabo, la historia siempre tiene algo de verdad y una buena dosis de leyenda, no hay más que ver la falsificación que el nacionalismo catalán ha hecho de la guerra de sucesión hasta transformarla en una guerra de secesión de Cataluña contra España, cuando es obvio que no fue eso. Y ahora, casi cuarenta y cuatro años después de la muerte del general, el Barcelona aprueba en su junta general retirar las medallas concedidas a Franco, que no eran ni una, ni dos, sino tres. Y no han tardado ni cuatro, ni catorce, ni veinticuatro, ni siquiera treinta y cuatro años, no, sino cuarenta y cuatro años en darse cuenta de que aquellas medallas no estaban bien concedidas. ¿De verdad quieren que nos sigamos tragando el relato fantástico que nos han venido contando de los equipos favorecidos y de los equipos perjudicados por el franquismo?

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