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Pueblos vacíos

A todos les enamora el medio rural, pero la gente sigue engrosando las urbes y sus industrias, porque ha de comer

Vicente Lladró

Valencia

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Sábado, 6 de abril 2019, 09:43

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La idea de la España vacía, o la España vaciada, como ha empezado a llamarse últimamente, de tal modo que parece sugerirse que alguien se empeña en vaciarla, es muy sugerente. Los pueblos despoblados, vacíos del todo o en trance de quedarse cualquier día sin las pocas personas que aún los habitan, tienen mucha fuerza de atracción. Siempre la tuvieron, con los misterios que rodearon su mala suerte, con los fantasmas que rondan su decadencia, su extinción. Y ahora se agrega el fenómeno de lo mediático, acrecentado con la moda que ha triunfado alrededor de ese concepto un tanto absurdo de la 'Laponia Ibérica'. Esa manía de andar comparando con esterotipos lejanos.

La inusitada atención que se presta a todo ello, incluida la profusión de aires redentores, puede hacer pensar a muchos que se trata de algo que ha estallado recientemente, cuando es bien sabido que estamos ante un proceso que viene de muy largo, que tiene que ver con la inmediatez de las necesidades humanas, incluida sobre todo la urgencia de contar con un dinero a final de mes y que dure hasta la siguiente paga, así como un medio para poder ganárselo.

Proliferan las propuestas de soluciones que suelen acoger todos los partidos políticos. Para algo estamos en larga campaña electoral. Que no se diga. Y por no decir, nadie se arriesga a contar con qué se pagaría todo lo prometido. No hay dinero para tanto, ni siquiera para un poco, y además hay que tener claro que estamos ante un fenómeno mundial e histórico. La población acude adonde puede comer, luego adonde puede ganar para comer, después adonde puede prosperar para algo más. Y eso no suele estar en un pueblo en medio del páramo, sino al arrimo de las ciudades, que por ello se hacen cada vez más grandes y con más polígonos industriales a su alrededor, que siguen atrayendo a más hijos de los pueblos, mientras que allá se quedan a lo sumo los padres, después abuelos, envejeciendo poco a poco, para dar testimonio de lo que queda ante los urbanitas que llegan de excursión un fin de semana a observar el pueblo vacío, denunciar que se está vaciando, reclamar que se instale la banda ancha, porque han estado unas horas sin conexión, y regresar a la urbe para contarlo.

Lo de la banda ancha se nos antoja un buen ejemplo de la insustancia de tantos empeños por reflotar en un santiamén lo que decae inexorablemente desde hace siglos. Dan la impresión de que haciendo que llegue internet al último rincón se va a repoblar de inmediato, por arte de magia. ¿Y con qué pagarán la conexión los supuestos neorurales?, ¿cómo se ganarán allí la vida para poder comer? Nos ponen ejemplos de escultores, pintores, escritores que se retiran en busca de quietud que les ayude a inspirarse. Vale, pero ¿y qué más? Otra prueba de que hay mucha palabrería vacía es que a la autoridad no se le ocurre decretar que no cierre ninguna escuela ni ningún ambulatorio, lo que seguro ayudaría a mitigar el éxodo ya.

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