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Prejuicios y etiquetas

MIQUEL NADAL

Viernes, 18 de enero 2019, 09:00

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Hace un par de días el presidente Macron se reunió con un grupo numeroso de alcaldes con la banda tricolor acreditando el cargo. Me sorprendió ver en el noticiario de una cadena francesa que el editor, cuando reflejaba alguna de las opiniones de los alcaldes, detallando el nombre, el municipio y la filiación política, designara a uno de ellos con una expresión diferente a la usual entre nosotros de independiente: non etiqueté. O sea, no etiquetado. Me pareció una solución brillante a los problemas de ubicación que muchos tenemos, una aspiración elegante y una manera inteligente de encarar el futuro. Hace cuarenta años, cuando éramos jóvenes, la máxima expresión de la lucha contra la asfixia era la demolición de los prejuicios, las barreras idiomáticas, educativas o del lugar en que uno hubiera nacido. De repente también, cuarenta años después, da la sensación que estamos más lejos de consagrar una sociedad que nos permita respirar, que nos juzgue sobre nuestros actos, nuestros comportamientos, y lo que pensamos, honestamente. Nunca como ahora se siente la paradoja de que no exista debate sobre el alcance de las ideas, o sobre las lecturas que han edificado nuestra manera de pensar. Ya no somos aquello que escribimos o que opinamos, sino que nos hemos convertido en un amasijo andante de etiquetas sucesivas que edifican el prejuicio sobre nuestra persona. La opinión libre sobre cualquier materia es irrelevante, ya que por lo general se busca la comodidad de la etiqueta o de la marca ideológica que proporciona cobijo o seguridad. Acceder cada mañana al mundo como un ciudadano no clasificado, sin etiquetas, que opina con libertad supone una actividad de riesgo muy probable. La edad, el sexo, el lugar en que uno estudió, sus hábitos enológicos, la lengua y el medio en el que se escribe, el coche que conduce, los lugares que visitamos cuando hace turismo, las fotos que cuelga y que etiqueta en las redes sociales, conforman un prejuicio moral o sobre los valores de las personas que sustituye lo razonable de sus ideas. La perspectiva es totalitaria, siniestra, casi soviética. Si uno comenta algo sobre 'El espíritu de las Leyes' de Montesquieu, o sobre 'La Crítica del Programa de Gotha' de Karl Marx, o sobre 'Serotonina', la última novela de Michel Houellebecq corre el riesgo de verse localizado como un producto en una estantería que atribuya la opinión a las categorías que convierten a las personas en un producto. Hombre, heterosexual, mayor de cincuenta años, conductor de coche diésel, y así sucesivamente. Uno se asoma a las redes sociales y en lugar de reflexión sobre las ideas hay intercambio de golpes sobre prejuicios e ideas preconcebidas. Material de derribo, saldos de ideas y etiquetas. En algún momento descubriremos que lo revolucionario es el debate, mirar a los ojos, atender las palabras y el mensaje, y si es con alguna lectura mejor.

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