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El polvorín

Arsénico por diversión ·

Hay una extrema izquierda que se cree más legitimada que la derecha ante quienes, temerosos de ser considerados fascistas, callan y otorgan

Mª JOSÉ POU AMÉRIGO

Lunes, 3 de diciembre 2018, 09:02

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Hay una deriva del populismo con la que no habíamos contado hasta ahora: la violencia. Durante años, nos tranquilizaba saber que la crisis no había desembocado en disturbios, protestas y levantamientos. Lo decíamos cruzando los dedos porque las cifras de paro, los desahucios, la pobreza energética, las familias viviendo de pensiones ridículas de los abuelos y la brecha cada vez mayor entre elites y mileuristas era el caldo de cultivo óptimo para la revuelta social. Sin embargo, no la ha habido. Lo achacábamos al colchón familiar de muchas personas, a las ayudas de entidades benefactoras o al retorno de inmigrantes a sus países, pero, de pronto, hemos despertado.

Hay dos indicadores que lo muestran, como un virus incubado durante años. Uno es la subida imparable de los extremos. Hablamos mucho de la extrema derecha que está asomando en toda Europa y también en una España ufana de haberla neutralizado durante 40 años de democracia. Pero también hay una extrema izquierda que se cree más legitimada que la derecha ante quienes, temerosos de ser considerados fascistas, callan y otorgan. En España, de hecho, amaneció mucho antes que la de derechas. Ahora, en cambio, y tal vez por efecto de esa aceptación tácita, está haciéndose presente la contraria. Si hace años, Podemos fue la gran revelación, en los comicios que se presentan durante este curso y que han comenzado con Andalucía, es Vox, con más o menos impacto, la protagonista. Lo es, sencillamente, por existir, por haber dejado de ser un grupo irrelevante. Tenga o no apoyos materializados en escaños, la cuestión es que está y se hace escuchar.

El segundo indicador es la consecuencia de la radicalidad de los mensajes, que es la radicalidad de las acciones. Las protestas violentas en París no son una anécdota. Es cierto que no se puede simplificar considerando que todo es fruto del descontento ni, por el contrario, achacar su extremismo solo a los infiltrados violentos, como hace el gobierno galo. Los dos elementos están presentes. Y a lo largo de la Historia hemos visto cómo grandes conflictos bélicos han empezado por una chispa en el polvorín social. La cuestión es evaluar si ese polvorín existe y neutralizarlo. Si hay descontento, los violentos pueden azuzarlo en su beneficio. Sin duda, los 'chalecos amarillos' no buscan quemar contenedores pero una amplia masa social incómoda por una causa puede ser también utilizada por los antisistema, como se ha intentado aquí en España y hemos visto repetidamente en Barcelona. Lo más irresponsable es creer que solo son quejas concretas por el combustible, por las tasas universitarias o por la injerencia de profesionales en el propio negocio. Cualquiera de ellas puede ser la chispa del polvorín. El malestar latente puede condensarse como el vapor de agua en las nubes si la temperatura es la adecuada, y caer. En forma de lluvia fina o, tal vez, de granizo violento.

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