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Urgente Muere el mecenas Castellano Comenge

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La cámara incrustada sobre la frente de los buses de la EMT los transforman en una suerte de cíclope mecánico, metálico, humeante. Un Polifemo vestido de rojo recorre bramando nuestras calles mientras busca los borregos que, despistados, aparcan en el sagrado carril del autobús. Ese único ojo frontal descubrirá la infracción bovina, grabará la matrícula del vehículo rebelde y se cursará la correspondiente multa. Polifemo, pues, tras su espléndido pasado homérico y tras la ceguera infligida por Ulises, se reconvierte en un chivato moderno que sustrae calderilla inocente.

La multa. Los reglamentos. Las normas. Las ordenanzas. Los horarios. El corsé de hierro de las leyes municipales. Y, otra vez, la multa clavada contra la chepa. En cuanto te descuidas, zas, te multan. Por esto, por aquello, por lo otro. En Singapur como se te ocurra arrojar un chicle contra el asfalto te cascan 500 dólares de multa. Por ese precio mejor tragarse la goma de mascar y que esta te forme pérfida bola en el estómago. Aspiramos a un mundo feliz contrachapado de buenas intenciones, buenos pensamientos, buenas costumbres y buenos ciudadanos. Frente al goloso y sensual caos Mediterráneo irrumpen las rutinas del tedio, y para favorecer la correcta disposición de los ciudadanos trufan nuestras urbes de cámaras. «Yo no tengo nada que ocultar, por mí que pongan más cámaras», opinan muchos paisanos. Es el eterno debate entre seguridad o privacidad. Y a uno le fastidia esa pérdida de intimidad constante porque me irrita la vigilancia desde la época colegial. Ya conocen nuestros apetitos y costumbres gracias a nuestro destape de red social. Ya registran nuestros paseos con las cámaras callejeras. Ahora, los buses se chivarán de nuestras dobles filas clandestinas. Y la multa revoloteando. Siempre la multa de los cojones.

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