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Se lo escuché a Frank Underwood/Kevin Spacey, creo recordar, durante uno de los primeros capítulos de 'House of cards'. No le interesaba el dinero, lo que le ponía era el poder. Pretendía medrar hasta la cúspide de la Casa Blanca porque necesitaba ese poder del mismo modo que un yonqui su siguiente chute. Aquella declaración de principios se me grabó porque por estas latitudes primaron los yonquis del dinero. Forraron sus bolsillos de oro gracias al poder. Se me antoja una actitud mucho más digna la de Underwood. El poder. La irresistible atracción que mana de ese poder que te sitúa por encima del resto de los mortales. Ahora que emergen nombres de eso que llamamos sociedad civil hacia la política supongo que tras ese paso encontramos cantos de sirenas prometiendo poder. Le parece a uno muy respetable que se ventilen un poco las viejas estructuras con las aportaciones de determinadas personas, pero me cuesta entender el motivo por el cual abandonan sus profesiones, su anterior vida en general confortable, discreta. Tal y como está el patio en cuanto saltas a la arena te fisgonean el pasado cibernético y el real. Les propinarán dentelladas, fostios, puñaladas. Perderán intimidad. Soportarán los pelmas del «qué hay de lo mío» y el ojo indiscreto de las cámaras que registrarán sus gestos y palabras. O no les importa o mantienen una inocencia impropia de su bagaje. Renunciarán a sus parcelas sagradas y aprenderán a mentir cuando toque gallear en los mítines. Y todo por conseguir una cuota de ese dulce veneno que segrega el poder que tanto y tan rápido engancha. Vuelvo a tirar de memoria: si no me equivoco Frank y su inteligentísima esposa Claire sólo echan uno o dos kikis a lo largo de cinco temporadas. El poder por encima del sexo. ¿Tan placentero es el poder? Para algunos desde luego. En fin.

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