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Supongo que nos sucedía a casi todos de adolescentes. Nos fascinaban las celebridades relacionadas con el celuloide y la música, esas existencias rutilantes exentas de horarios oficinescos, plagadas de triunfos, dineros, fiestas, viajes, caprichos. Mientras nosotros dormíamos en una angosta habitación bajo la férula de los padres ellos vivían espléndidos, contemplando al resto de la humanidad desde las alturas de su jet privado.

Por suerte, al espabilar con el paso del tiempo descubres la cara oculta agazapada tras esos rostros famosos y te espantan los descalabros que provocan enormes cantidades de juguetes rotos. ¿El éxito era eso? Pues menos mal que fracasé, dirán algunos. Recuerdo al fondón Nicholas Cage que aparecía en 'La ley de la calle'. Y no olvido cómo reí mientras asumía su rol de perdedor en 'Arizona baby'. Incluso simpaticé con él cuando evolucionó hacia el histrionismo o cuando participó en subproductos porque necesitaba hacer caja tras abrazar la bancarrota. Ahora entro en la fase de «qué penita me da». A sus 55 palos se casó en Las Vegas por cuarta vez. Al cuarto día de recién casado se arrepintió, supongo que se le difuminó el resacón, y por eso intenta anular ese matrimonio. Acaso los focos de la industria del entretenimiento audiovisual socarran más neuronas que los polvitos blancos. Cage está a un paso de mutar en caricatura andante y, en verdad, perdió hace años el calor del siempre voluble gran público. El progresivo acercamiento de la política hacia el espectáculo nos brinda ejemplos similares. A Pablo Iglesias le tomaban hace poco por un estadista salvador y hoy los medios de comunicación que le peloteaban le tratan como a un apestado. Dolor. La política también achicharra recio y los ídolos con pies de barro acaban en el arroyo. No es la economía, es el casoplón.

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