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Abrió la ventana, dio un vistazo al horizonte y respiró profundo. Apresurado, subió hasta la parte alta del armario, desempolvó y sacó de un estirón su viejo petate de lona. Saltó y comenzó a deambular de un lado de la casa a otro en busca de sus cosas imprescindibles. O no tanto. Sus zapatillas aladas (para salir volando cuando suene la campana); su lápiz de la punta infinita, siempre más afilado que un punzón; la libreta en blanco de todos los años, necesaria para escribir sus pensamientos de usar y tirar: «el sueño sabe mejor antes de hacerse realidad»; canciones que nadie cantará: «una guitarra sin cuerdas, un piano sin pianista, una luna sin noche»; hazañas que acontecerán: «Érase una vez que se era».

Puso en el petate su chistera de los largos viajes. Y, dentro de ella, los caramelos enigmáticos que saben a hierba fresca al amanecer y a piñones y melancolía al anochecer. Colocó el espejito mágico y la manzana envenenada; la alfombra voladora y la lámpara que escondía al genio; un globo aerostático, un zeppelín y un submarino amarillo...

Metió en aquella saca con regusto a antaño un frasco de lágrimas (por si hay que llorar), un estuche con dentaduras (por si hay que reír un poco, un mucho o a carcajadas sin parar), un cofre con un catalejo (con el que buscar a Moby Dick). Y en uno de los bolsillos, colocó un buzón portátil, para que la imaginación le enviara postales de los lugares que, con ella, iba a visitar: Tokyo, Dublín, Chichicastenango o el volcán por el que Julio Verne emprendió viaje al centro de la Tierra.

Incluyó en su equipaje un libro con mil libros y dentro de cada libro, otros mil: historias que devorar, cuentos para no dormir, fábulas del marqués de Carabás. Y en los anexos, poemas con los que jugar. Machado, para los días de chicharra: «¡Las figuras del campo sobre el cielo!». Alberti, para navegar: «El mar, la mar/ el mar ¡Sólo la mar!». Houellebecq, para las noches tórridas. Y Pierce Shelley, para cuando el abismo se vaya a asomar: «La ruina es de un naufragio colosal». Libros para flotar.

Un petate lleno de tiempo muerto, de oxígeno, de infinitos y de entresijos por los que escapar del bucle de los días y volver a ser un juglar con medias rojas, Peter Pan, Byron o el capitán Ahab. Una saca de tesoros con la que huir hasta donde las palabras le lleven. Las palabras, la imaginación y los besos.

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