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El papel de la Universidad

JAVIER DOMÍNGUEZ RODRIGO ARQUITECTO

Sábado, 8 de junio 2019, 10:07

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La incorporación de los jóvenes a la enseñanza superior tras la selectividad, supone todos los años un momento de reflexión sobre el estado de salud del sistema universitario, su vigencia, calidad, marco normativo...

En su ensayo sobre 'La Misión de la Universidad' (1930) Ortega y Gasset destaca tres funciones básicas: la difusión de la cultura, la formación de los futuros profesionales y la investigación tanto humanística como científica.

Sorprende la actualidad de los postulados orteguianos e incluso la de sus reiteradas denuncias por los incumplimientos de las instituciones académicas a sus irrenunciables cometidos.

Hoy en el solar patrio cohabitan más de ochenta campus, no quedando ninguna capital sin el suyo, al igual que hace cuarenta años sucedía con los institutos de bachillerato. De hecho, en la sociedad del conocimiento los estudios universitarios resultan equivalentes (condiciones de acceso, número de alumnos -1.500.000-...) a los de bachiller de la era industrial, que a su vez se asimilarían a la educación primaria de las economías agrícolas preindustriales.

Los datos evidencian cómo la exigencia democratizadora ha amplificado la magnitud cuantitativa de los cambios, si bien éstos han afectado mucho más a las funciones y al papel de los centros docentes.

Nada queda en Occidente de aquella universidad ideal decimonónica (Berlín, París, Friburgo...) centrada en afianzar una pujante élite social dotada de sólidos conocimientos humanísticos y de una notable cualificación técnica.

Durante el siglo XX se suceden las reformas educativas al incesante ritmo de los cambios en las agendas políticas europeas, distinguiéndose tres períodos claramente diferenciados.

El primero con gobiernos socialdemócratas, que buscan en un contexto keynesiano reforzar el Welfare State garantizando la igualdad de oportunidades ante la creciente demanda de plazas por las clases populares.

Mayo del 68 señala un punto de inflexión y también el definitivo ocaso de la diligente asimilación por el mercado laboral de los miles y miles de estudiantes recién titulados.

Los ochenta, con el triunfo de la ideología privatizadora -Thatcher...-, suponen un giro copernicano que en España rubrican los conocidos como los planes de estudios yé-yé y un alto nivel de desempleo entre los egresados. Situación que el profesor Amando de Miguel retrata en su ensayo Universidad, fábrica de parados (1979).

Con la llegada de las generaciones del baby boom la masificación alcanza cifras de vértigo, abriendo paso al descenso en los niveles de exigencia y a la progresiva proletarización incluso de las profesiones liberales tradicionales.

La Gran recesión -2008- certifica el fracaso de las políticas desreguladoras -Friedman...- y la urgente necesidad de redefinir los modelos educativos ante un futuro globalizado en constante cambio y dependiente de la adaptabilidad tanto del capital humano como de los sistemas productivos.

Precisamente para facilitar tanto la empleabilidad como la cooperación transnacional y la movilidad, anticipadas por el programa Erasmus -1987-, las autoridades europeas impulsan en 1999 la Declaración de Bolonia, creando el Espacio Europeo de Educación Superior al que se incorpora España en 2007.

Paralelamente, sobrecargadas de demandas y peticiones variopintas a las instituciones universitarias, sean públicas o privadas, se les exige que den formación a un cada vez más amplio y variado catálogo (Big Data, robótica, neurociencia, nanotecnología, inteligencia artificial...) de perfiles profesionales en constante mutación, lo que resulta tan disparatado como imposible.

Ante un escenario que pronostica que casi la mitad de las actuales profesiones desaparecerán como tales en los próximos veinte años la universidad necesita reinventarse si quiere continuar fiel al decálogo orteguiano.

Porque los desafíos que esperan a los actuales millennials son inmensos y requieren de nuevas competencias digitales, de liderazgo, de emprendimiento... Poner fin al fracaso escolar, con tasas de abandono del treinta por cien, debe ser una prioridad alcanzándose rangos de eficiencia cercanos al cien por cien.

La universalización de los grados exige cambios en la metodología docente, pero sobre todo corregir tanto la escasa orientación previa como las expectativas erróneas con las que muchos estudiantes llegan a las facultades.

Constituye un gran reto colectivo fuertemente penalizado por la ausencia de un proyecto educativo nacional. Prueba de ello es el descenso en el Ranking Shanghái que deja a España sin ningún campus entre las 200 mejores del mundo. La baja actividad investigadora y el clientelismo político la colocan a la cola, incluso de la Unión Europea, donde ocupa el puesto 24.

Es obvio que debe racionalizarse el caótico mapa de titulaciones, mejorar los mecanismos de financiación, mitigar la endogamia y la funcionarización, implementar sistemas de acreditación e incentivos, ganar competitividad,... Y la actual estructura de taifas locales no facilita las reformas.

En una sociedad que se transforma e internacionaliza aceleradamente, las reformas universitarias son imprescindibles y urgentes, pues de ellas depende el futuro de miles de estudiantes. Debe sustituirse un modelo ineficiente y costoso por otro capaz de generar excelencia y alto valor añadido.

Está en juego el futuro tanto por la contribución al progreso científico como por el papel de la enseñanza como ascensor social y contrapeso a las crecientes desigualdades económicas generadas por la crisis, con un incremento notable de situaciones de pobreza y exclusión.

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