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EL OSTRACISMO  DEL SABIO

EL OSTRACISMO DEL SABIO

EL FOCO ·

La memoria íntima se cruza con la historia o, mejor dicho, memoria e historia entretejen la comprensión del pasado y la forma en la que nos relacionamos con él

EDURNE PORTELA ILUSTRACIÓN BEA CRESPO

Domingo, 14 de febrero 2021, 07:28

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Esta pasada primavera durante los momentos más duros del confinamiento hablaba todas las tardes con mi padre por lo menos durante una hora. La vida tenía pocos temas de conversación que ofrecer, así que nos propusimos un plan para nuestras conversaciones. Yo estaba en esos momentos en plena escritura de una novela que transcurre en un pueblo de montaña y le pedí a mi padre, originario de Navallos, un pequeño pueblo de la Ribeira de Piquín en Lugo, que me contara recuerdos de su infancia y adolescencia, antes de que emigrara definitivamente a Bilbao. Quería nutrir mi imaginación, empaparme del ambiente de su aldea, de los detalles de la vida cotidiana de un chico nacido en 1940, de qué supuso para él tener que irse del pueblo de niño cuando le enviaron con una beca internado a un colegio de jesuitas en Barcelona, de cómo veía el pueblo cada vez que volvía en verano, un año mayor.

Mi padre tomaba notas durante el día, forzando al máximo su memoria, y por la tarde las compartía conmigo. Y yo, mientras él me hablaba, tomaba nota de sus notas. Me contó muchos detalles sobre las actividades cotidianas que compartía con su padre y su abuelo: el cuidado de los panales de abejas, el pastoreo de las ovejas, los paseos por el bosque para ir a los pueblos vecinos, las clases en la pequeña escuela en la que se mezclaban niños y niñas de todas las edades, la casa familiar y la huerta, la pesca nocturna de truchas. Y también me habló de un hombre que se llamaba Aníbal, como él.

A Aníbal lo conoció siendo ya adolescente y lo recuerda así: «Tuve la suerte de ganar la confianza de un vecino de un pueblo cercano (Barcia), había nacido creo que en 1910 o 1911 y, como era de familia de dinero, se había dedicado a estudiar. Llevaba una vida eremítica, era una ostra, un marginado total, algo le pasó en la guerra y estuvo en la cárcel. Pero era la persona más instruida que he conocido jamás, hablábamos de literatura, de historia. Aborrecía el borreguismo, pero cuando veía inquietudes y a alguien que le escuchaba y apreciaba, era agradable. En esa edad en la que yo necesitaba hablar con personas que me entendieran, me corrigieran y enseñaran, él me orientaba. Recuerdo que tenía verdadero asco a todo lo que nació a partir de 1936, me hablaba mucho de Galicia y luego supe que era galleguista, que estudiaba la lengua».

Otero era un joven filólogo que en 1936 fue detenido en la frontera gallega con Portugal

Mi padre hacía tiempo que vivía entre dos mundos: la Barcelona de los años cincuenta donde se había educado y la pequeña aldea donde le era difícil reubicarse. Era evidente que la presencia de este otro Aníbal supuso algo importante para él, destacaba entre todos sus recuerdos. Por eso despertó mi interés. Mi padre recordaba su apellido, Otero, y que años después descubrió que había sido un filólogo de la lengua gallega importante. Aníbal Otero murió en 1974, el año de mi nacimiento. Aníbal Portela hacía quince años que había abandonado el pueblo.

La conversación quedó ahí. Encontré algo de información en Wikipedia e hice una nota mental para investigar más sobre ese señor tan enigmático. Hasta que hace una semanas el periodista Henrique Mariño escribió en 'Público.es' un artículo en profundidad sobre la vida de Aníbal Otero. La memoria individual de mi padre de repente cobraba una nueva dimensión. Lo que él intuía en su adolescencia, los recuerdos que habían quedado en él, la importancia que dio al efímero paso por su vida de este sabio huraño y marginado, se confirmaban en lo que Mariño cuenta en su artículo. Otero era un joven filólogo que en 1936 fue detenido en la frontera gallega con Portugal con un montón de cuadernos y transcripciones fonéticas del habla de los pueblos de esa zona.

Los portugueses lo tomaron por espía y lo entregaron al ejército sublevado, que compraron la teoría del espionaje. Tras una serie de peripecias casi inverosímiles que narra muy bien el artículo de Mariño, es sentenciado a cadena perpetua y finalmente acaba siendo liberado en 1941. Los testimonios que aporta el artículo hablan de su vida posterior como un «exiliado interior» de «carácter difícil». Me intento poner en la piel de este hombre, sentir su desencanto y rencor hacia el mundo, también propiciado por otras circunstancias personales que revela Mariño en su investigación, e imagino a mi padre con 17, 18, 20 años acercándose a él con reverencia y con timidez. Me imagino también a Otero pensado que igual, tal vez, no está todo perdido, que merece la pena prestar atención a ese muchacho inquieto y con ganas de aprender.

La memoria íntima se cruza con la historia o, mejor dicho, memoria e historia entretejen la comprensión del pasado y la forma en la que nos relacionamos con él. Ambas son indispensables para tener un conocimiento profundo de lo que supusieron los grandes traumas históricos y cómo estos atravesaron las vidas de las personas. La memoria nos acerca a los afectos, a los pequeños detalles de la vida privada de las personas, a las maneras de ser y de estar en un pasado que, por el simple hecho de ser pasado, es imposible de abarcar en todas sus dimensiones.

Pero la memoria no lo explica todo. No explica a Aníbal Otero. Para las gentes de la Ribeira de Piquín, Otero era un hombre «raro», para mi padre era un hombre triste y amargado pero de una sabiduría incomparable. Gracias a las investigaciones históricas, a las personas que llevan años trabajando su archivo -citadas en el artículo de Mariño- podemos construir un retrato más completo. La amargura, el ostracismo, el rencor tienen un contexto específico: la represión franquista. El sistema represivo que puso en marcha el ejército sublevado para acabar con toda resistencia y, más concretamente, quienes juzgaron y condenaron a Aníbal Otero, haciendo gala de su ignorancia, odio y fanatismo, destrozaron la vida de un hombre que, con sólo 25 años, ya despuntaba por sus conocimientos y su capacidad de investigación.

El miedo al ser detenido y ejecutado, lo que sufrió al ser sentenciado a cadena perpetua, sus padecimientos durante los cinco años de prisión, nunca los llegaremos a saber. De su profunda desolación posterior nos quedan, sobre todo, los testimonios. Sabemos, eso sí, que en vida no tuvo ninguna compensación, que la justicia no le desagravió, tampoco restituyó su inocencia. Nos queda, entonces, el juicio de la historia y el cuidado de la memoria, el archivo y la palabra de aquellos a quienes Aníbal Otero tocó con su tristeza, pero también con su sabiduría. En la memoria de mi padre Aníbal Otero sigue vivo, ahora más completo, y en la mía, también.

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