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El orgullo eurovisivo

Los eurofans sienten que es una cita para ser libres de reconocer que son seguidores de un festival friki

María José Pou

Valencia

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Lunes, 20 de mayo 2019, 10:17

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Uno de los milagros contemporáneos es, sin duda, la resurrección del festival de Eurovisión. Cuando creíamos que estaba finiquitado y solo quedaba el recuerdo de noches familiares en la memoria de los niños del baby boom, nuevas generaciones se sumaron al fenómeno eurofan, entrenados muchos de sus miembros en el Orgullo, y llevando esa reivindicación al festival europeo de la canción. Eurovisión ha sabido reinventarse convirtiéndose en una Gay Parade Premium. Algunos de sus seguidores son tan fieles que van allá donde se celebre, apoyan cualquier canción y conocen a artistas, viejas glorias y ganadoras de todos los tiempos. Bien lo sabía Israel al organizar el de este año haciendo guiños constantemente al colectivo LGTB: presentadores presumiendo de que Tel-Aviv es ciudad gay-friendly; Conchita Wurst cantando la mítica Hallelujah con la que Israel ganó el festival en los 70 y el colofón de Madonna, icono gay por excelencia, cerrando una edición espectacular. Poco importa el escaso nivel de muchas de las actuaciones, tanto Islandia como la propia España. Poco importa que Madonna se ahogue y no consiga llegar a las notas altas de la provocadora «Like a prayer». Lo realmente valioso es la capacidad del festival para combatir el rechazo al friki, al diferente, al que se sale de los cánones. Así se entiende el triunfo de la canción israelí del año pasado y el impacto de la francesa este año, poniendo sobre el escenario a una bailarina de ballet con obesidad mórbida. Los eurofans sienten que es una cita para reivindicar cualquier opción, para sentirse libre por un día de reconocer que son seguidores de un festival friki y para saberse orgullosos de ser, moleste a quien moleste. Es la gran virtud de una iniciativa que parecía de otro tiempo. Una cualidad que podía celebrarse en Tel-Aviv pero quizás no tanto en Jerusalén. Hay un dicho entre los turistas que visitan el país y que relaciona ambas ciudades afirmando que «Se peca en Tel-Aviv y se es perdonado en Jerusalén». Con ello se evidencia la vocación algo libertina de la capital administrativa que contrasta con la fuerza espiritual de la milenaria Jerusalén. Así se explica la potencia de la Gay Pride de Tel-Aviv, impensable por las calles de la ciudad tres veces santa. En esas condiciones, lo extraño será no ver más potenciación de esos guiños en los próximos años. En definitiva, Eurovisión se ha convertido en la institucionalización del Orgullo, emitido por televisión para todo el mundo y, lo que es más importante, con un grado de normalización que probablemente resulta más efectivo que muchas otras iniciativas. Es el balón de oxígeno de un festival que aún tiene la virtud de mostrar a los otros, sea Macedonia del Norte, sea Australia, como miembros de una misma entidad, los amantes del festival. Lo dijo Madonna con las banderas palestina e Israelí en su show: la música tiene el poder de unir a la gente.

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