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Los libreros que se instalan sobre la arena de Marqués del Turia cuando la fiesta fallera comienzan a proyectar el aire de los resistentes que soportan las embestidas del enemigo tras forjar ese círculo con carromatos al estilo del lejano Oeste. Sólo que esos libreros pertinaces no se defienden armados con un Winchester, sino con el viejo papel que tanto anima a los coleccionistas golosones que picotean entre el barullo.

Las Fallas, entre el desparrame general, los macrobotellones regados de lluvia dorada, las verbenas, los astados vespertinos, las mascletaes de mediodía y la pirotecnia nocturna, mantienen su dosis de literatura y esta suerte de oasis debería promocionarse. Hay tiempo para todo y la ingesta de alcohol no es incompatible con la lectura, baste recordar la enorme cantidad de escritores dipsómanos que nos han legado grandes novelones bajo la ayuda de los copazos que les lubricaban la inspiración. El contraste entre la juerga y las letras conviene, y enriquece siempre y cuando exista cierto equilibrio. Lo malo es que, durante los últimos tiempos, la balanza se inclina demasiado en favor del jolgorio. No pretende uno que el libro se convierta en un objeto de culto al cual haya que proteger como al lince ibérico, pues entonces adquirirá tono pedante y todavía le profesarán mayor manía. Pero una ayudita tampoco viene mal. Este año los libreros han soportado no sólo el fuego de los petardos, sino también asaltos nocturnos por parte de unos vándalos adictos a la destrucción, empeñados en miccionar sobre venerables tomos acaso de clásicos inmortales. Mear sobre un libro es síntoma de cafres y así cualquier fiesta pierde estilo. Salvemos, pues, a esos libreros que, en el fondo, son como el William Holden de 'Grupo Salvaje', o sea los que nos anclan hacia el digno fulgor de otra época.

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