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Cuando nos aborda un encuestador para preguntarnos acerca de nuestra inclinación política o nuestra intención de voto, experimentamos un goloso gustirrinín mientras le colamos una trola. Esto es un hecho. Sin embargo, esta querencia por la mentirijilla se extiende hacia otros ámbitos... Así, si se interesan sobre nuestro grado de felicidad, en general respondemos que somos felices o muy felices. Bueno, pues me alegro.

Puesto que la infelicidad está penada en esta sociedad nuestra, puesto que se nos niega el derecho a la melancolía o a una puntual y pasajera infelicidad, asociamos la felicidad al triunfo y la tristeza al fracaso. Si eres infeliz eres un perdedor que permanece apartado en este mundo multicolor de redes sociales y compras compulsivas que hemos urdido. Por lo tanto, España irrumpe triunfante en las estadísticas de la felicidad universal. Aquí, parece ser, somos la leche de felices. Ya se sabe, el sol, la gastronomía, los amigotes, los chistes de sobremesa, vivir en la calle... Todo esto ayuda a tonificar nuestro humor. Sin embargo, resulta que somos líderes en consumo de píldoras mágicas que apaciguan nuestros nubarrones mentales. La pastilla «amiplím» es el megaventas de las farmacias, con lo cual, nuestra felicidad se basa en la química y nuestras sonrisas son tan artificiales como aquellas migas de pan que el hidalgo se colocaba en la barba al salir a pasear para que de ese modo el vecindario creyese que había zampado como un león. La dulce modorra del ansiolítico es el combustible nuestro de cada día. Pero la verdadera felicidad es la de los balances económicos de los laboratorios que nos venden esos comprimidos de espíritu Aldous Huxley. Bailan claqué feliz, los dueños de esa industria, al ver el fulgor de su cuenta de resultados. Spain es diferente y muy happy-pastillera.

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