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Entre las diez películas más vistas durante 2017 abunda el cine infantil. Si el libro en formato de papel resiste digno ante las cornadas tecnológicas, esto se debe a su carácter de invencible presente. Regalar un libro supone jugar, en general, a caballo ganador aunque esa novela sea un pestiño. Las letras gozan de gran prestigio y nadie se atreve a criticar esa clase de regalo ante el temor a pasar como un cateto. Al estampado de una corbata se le puede criticar, pero sobre el lomo de un libro rara vez derramamos nuestra ponzoña.

La industria del cine mantiene su músculo de celuloide gracias a los niños y a los padres que los pastorean hasta las salas. El dato provoca cierta esperanza porque a las criaturas, pese a sus videojuegos y resto de sofisticados artilugios, les encanta sumergirse en la oscuridad de las salas. Sigue funcionando, pues, ese factor emocionante que marca la diferencia, esa liturgia casi mística que les empapa cuando se apagan las luces e irrumpen los destellos de los trailers. Ahora bien, esa chavalería crecerá y algo deberán de inventar para que el enganche se perpetúe, pues la época de los superhéroes, los Pitufos y los dragones, tarde o temprano finaliza y el paladar adulto exige otras raciones para nutrir la sesera. De momento, se diría que el cine para las gargantas talludas anda en vías de extinción y por eso las series audaces colman nuestros apetitos caníbales. Lo malo es que algunas mentes nunca prosperan en materia audiovisual y yacen ancladas en las aventuras infantiloides. Y ahí, en la imparable infantilización de nuestra sociedad, quizá encontramos el problema. La vida no es sólo una trama entre buenos buenísimos y malos malísimos, existe una rica gama de matices y conviene educar la sensibilidad del personal para que no estallen futuras frustraciones.

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