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LA FIRMA HISTÓRICA

La mayoría de veces no es más que una excusa para copar portadas, sin más consecuencias ni recorrido

María José Pou

Valencia

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Viernes, 12 de octubre 2018, 09:41

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La culpa es de algunas pinturas románticas que nos acostumbraron a ver los hechos históricos como un momento excelso y lleno de pompa y circunstancia. Eran los selfies del momento y 'gracias' a ellos nos imaginamos a Boabdil rindiendo Granada a los Reyes Católicos; al galo Vercingétorix entregando sus armas a Julio César o a Cristóbal Colón arrodillado por primera vez en Guanahaní. Son pinturas que intentan inmortalizar un hecho sin haber estado presente el artista aunque le ponga rostro, por lo general, cientos de años más tarde. Así, cuando nos hablan de la rendición de Breda, nuestro cerebro no tiene más recuerdo que esa imagen impoluta, educada y contenida de una escena serena reflejada por Velázquez. Seguramente la realidad fue mucho más oscura, sucia y rápida pero la pátina de inmortalidad quedará para siempre en la pintura del artista sevillano. La herencia de esa tendencia a representar la historia en un momento fijo insuperable se une ahora al autorretrato y a la entronización de la imagen como suplantación de la verdad. La foto siempre ha presumido de ser capaz de trasladar la realidad, aunque todos sabemos cuántas veces una foto es más engañosa que cualquier otra representación no visual. Que se lo digan a todas las reinas antiguas que casaron pensando que el cuadro donde aparecía su prometido era verídico hasta que lo tuvieron delante y ya era demasiado tarde.

Con esos precedentes, los dirigentes actuales necesitan la foto histórica a cada paso. Las firmas protocolarias son herencia directa de los antiguos usos. Firmar se ha convertido en un acto histórico por sí mismo y aunque es cierto que hay firmas que valen por un capítulo del manual de Historia, como la paz de Versalles tras la Primera Guerra Mundial o el compromiso de España para entrar en la CEE, la mayoría de veces no es más que una excusa para copar portadas, sin más consecuencias ni recorrido. Por supuesto, sin dimensión histórica.

Eso hemos visto cuando Artur Mas necesitó convocar a la prensa para firmar el decreto de convocatoria del 9-N o Puigdemont, la ley del referéndum. No buscaban testigos, como los novios en la sacristía. Querían prueba gráfica para pasar a la Historia. Se sentían como Napoleón retratado por Jacques-Louis David cruzando los Alpes o la Libertad guiando al pueblo de Delacroix. Es la misma sensación que se tiene al ver la puesta en escena de la firma de acuerdo entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Si hubieran juntado las yemas de los dedos, después de cortarse con un cúter, y hubieran sellado 'con sangre' su compromiso, como dos adolescentes, 'el pacto' habría tenido las mismas consecuencias y el mismo peso histórico. Habría perdido mucho glamour, sin duda, pero nos habría evitado el bochorno de ver a quienes no han logrado ningún hito que llene un párrafo en la Enciclopedia Británica, asomarse a nuestro mundo como si fueran Alejandro Magno o Winston Churchill.

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