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Dos pequeñas acuarelas cuelgan desde una pared de mi morada. Las firma Willy Ramos y al contemplarlas no sólo admiro su talento sino que sonrío pues me entonan las entrañas. En esas acuarelas, dos manchas perfectamente reconocibles, un hombre y una mujer, practican elegantes el sexual movimiento, digámoslo así, de la guitarra eléctrica en estupenda sincronía. Algún visitante ha mostrado cierta perplejidad al toparse con esas obras. Componen boca piñonera y emiten un discreto «oh, vaya». Luego siguen observando los trastos fingiendo que no han visto nada. Tampoco les pregunto, ¿para qué? No me gusta incomodar a nadie pero en mi hogar mando yo y si alguien se ofende por lo que pende desde los clavos es su problema, que no regrese. También concedo que mis gustos particulares en materia decorativa pueden herir ciertas sensibilidades, pero nunca los pretendo imponer. Otra cosa es, ay, el espacio público. Me encanta la exposición de Miró allá en la Marina y ya me gustaría a mí contar con una de esas piezas en mi casa. Mi casa, insisto como aquel cabezón alienigena bautizado E.T. Escucho voces opinando lo de «pues que no vayan hasta allí» y se les puede responder que los ciudadanos que no aprecian esas estampas de flautines alegres a punto de recibir un Lewinsky también pagan sus impuestos, por lo tanto tienen todo el derecho a circular por donde les apetezca sin soportar sofocos. Por otra parte, los mismos que defienden la siempre necesaria tolerancia que lubrica la convivencia, en ocasiones, se muestran escandalizados ante un crucifijo o cualquier acto religioso, así pues, ¿en qué quedamos? Pues en lo habitual: si me gusta a mí no hay problema, si me disgusta lo prohibimos. Algún día aprenderemos a colocarnos en la piel del otro para evitar polémicas estériles. Algún lejano, muy lejano día.

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