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Ni en la peor de sus pesadillas podían llegar a imaginar el PNV, el PSOE, Podemos y el resto de fuerzas parlamentarias que apoyaron la derogación que un nuevo debate acerca de la prisión permanente revisable se iba a producir a los pocos días de conocerse la trágica muerte del niño Gabriel en Almería. Habría que viajar en el tiempo, hasta 1992, el año de los crímenes de Alcàsser, para encontrar un suceso que causó tanta consternación y conmocionó tan hondamente a la sociedad española, con el añadido de que ahora se retroalimenta de unas redes sociales que amplifican cualquier incidente hasta el límite, cuando no lo deforman, y que acaban por hacer imposible una reflexión serena sobre un tema de fondo. Los partidos que se han pronunciado contra la prisión permanente revisable -los de izquierdas y los nacionalistas- tienen perdido de antemano el debate, aunque sus votos sumen más que los de PP y Ciudadanos, que en este asunto está haciendo un auténtico papelón. La emoción está a flor de piel, cada día se conocen nuevos detalles del caso de Almería que añaden dolor e indignación al lógico pesar de la gente. La presencia, ayer, de unas cinco mil personas en el funeral del niño de 8 años demuestra hasta qué punto esta tragedia ha calado entre los españoles de a pie. Pero la cuestión no es por qué se empeñan en seguir adelante con el rechazo a esta figura jurídica, pues ciertamente no es de recibo legislar en caliente ni aprovechar políticamente la muerte del 'pescaíto'. El meollo del asunto es por qué la izquierda española en alianza con los nacionalismos periféricos fue capaz de derogar la prisión permanente revisable con tal de parecer los más progres entre los progres. Lo explicaba el prestigioso criminólogo Vicente Garrido en su columna de LAS PROVINCIAS del pasado 18 de febrero ('La cláusula Brievik'): las democracias más avanzadas del mundo tienen un sistema parecido al que PSOE, Podemos y PNV se han cargado, una excepción que está pensada para psicópatas, asesinos en serie, violadores reincidentes y otros criminales de los que se sabe fehacientemente que no son reinsertables y que si salen a la calle volverán a delinquir. No centren el debate en Ana Julia, olviden por unos minutos el horror de Almería, y piensen -como apuntaba Garrido- en David Oubel, el parricida de la localidad pontevedresa de Moraña que asesinó a sus dos hijas drogándolas primero y utilizando después una sierra eléctrica y un cuchillo para degollarlas. El mal absoluto, el terror aplicado a unas pobres e indefensas criaturas. Es para este tipo de auténticos dementes para quien estaba pensada la prisión permanente revisable, personas con las que no cabe la función social de reinserción del preso que debe tener el encarcelamiento.

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