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El marchamo que marcaba el éxito de aquellas fiestas de gamberrismo dadaísta en aquellos pisos de estudiantes venía con la presencia policial. En pleno desmadre, cuando a las cinco de la madrugada llamaban al timbre y escuchabas lo de «abran, policía», una honda satisfacción, jamás reconocida, recorría las entrañas de los inquilinos de ese piso. Azorados, los organizadores bajaban el volumen de la música, escondían las sustancias ilegales (pocas, que éramos pobres), alineaban las legales para disimular y, balbuceando, mantenían espeso diálogo con los pobres pasmas ojerosos que estaban hasta los mismísimos de aguantar estudiantes que no estudiaban. En nuestra imbecilidad creíamos que ejercer de estudiante crápula otorgaba certificado de triunfador. Supongo que se nos indigestaron las lecturas de los escritores de la generación Beat y todo eso. Qué bobos.

Los pisos compartidos representaron nuestra iniciación a la vida porque catamos el sexo, las borracheras, los horarios disparatados y los rigores de la vivienda sin papá ni mamá; esto es, nadie limpiaba, se acababa el papel higiénico, nos peleábamos por una lata de atún de las baratas... Las sábanas hubiesen podido caminar solas, acaso levitar, en vista de su rigor mortis. La lavadora no era sino un hostil objeto decorativo. Por suerte superamos pronto aquella fase y pudimos, con mayor o menor fortuna, evolucionar. Pero todo vuelve y, entre los sueldos atroces y lo carero de las moradas, muchos adultos regresan a los tiempos del piso compartido. Triste, muy triste lo de cohabitar con talludos desconocidos y negociar sobre asuntos domésticos como el mando a distancia del televisor, el espacio del interior de la nevera o los turnos mañaneros del cuarto de baño. La vida, a veces, propina dentelladas de cruel realidad de retorno al pasado.

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