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El molde

VICENTE L. NAVARRO DE LUJÁN

Martes, 30 de enero 2018, 10:44

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Como nos enseñara el maestro Romano Guardini en su libro titulado 'El poder', hay dos formas de entender en política este vocablo: como sustantivo o como verbo. Si se opta por primar la palabra como sustantivo, el político corre el peligro de aferrarse a él como pura posesión, como ejercicio neurótico del dominio sobre los demás, de suerte que en ese caso lo importante para quien está en la vida pública consiste en el mantenimiento de la posesión del poder, más allá de cualquier finalidad o proyecto con tensión ética.

Si, por el contrario, entendemos el término poder como verbo, lo que evocamos es la cantidad de recursos y energías que la sociedad y el Estado ponen en manos de los dirigentes políticos para transformar la realidad social siempre al servicio de los ciudadanos, mejorar las condiciones de vida de las personas y facilitar el desarrollo humano integral de todos, de modo que en esta concepción de la locución 'poder' lo que da sentido al ejercicio del mismo es la eticidad de los fines que se persigan, concepción que está magníficamente expresada en la redacción del artículo 10 de nuestra Constitución, cuando señala con feliz expresión que «la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social».

Esta consideración de la política y del poder de tan humanista esencia conlleva el respeto a la libertad de cada persona, de sus convicciones y creencias, de modo que cualquier dirigismo ideológico que se pretenda ejercer por parte de los políticos sobre la ciudadanía entra en conflicto con el verdadero sentido de la democracia y, por el contrario, entronca con tendencias totalitarias caracterizadas por la pretensión de conformar una sociedad como algo homogéneo en ideas y creencias, impuestas por aquellos que ejercen la autoridad pública. Se trata del comportamiento de quienes pretenden moldear el talante de todos los ciudadanos mediante propuestas de ingeniería social unificadoras, actitud magistralmente descrita por Hannah Arendt en su obra 'Los orígenes del totalitarismo'.

Esta tendencia no se queda en lo puramente teórico, sino que tiene su plasmación en la gran y pequeña política; ejemplos de ello los vemos a diario en determinadas conductas de ciertos dirigentes políticos en grandes y pequeñas cuestiones. Desde la imposición de una tenaz, obsesiva y machacona ideología de género (con la obligación de usar ciertos giros lingüísticos, adoctrinando en favor o en contra de determinados modelos de familia o modificando ridículamente la estética de los semáforos, por poner algunos ejemplos), hasta la voluntad de subvertir ciertos comportamientos sociales, que son fruto de una determinada conformación axiológica construida a través de la historia y de cierta antropología cultural: reinas magas, trivialización de algunos usos y costumbres derivados de la tradición cristiana, fomento de manifestaciones carnavalescas mortificantes del colectivo creyente -eso sí, de una sola creencia, no de las otras-, eliminación de valores religiosos de las aulas, y un largo etcétera.

Todo ello es manifestación de una política 'dirigista' que, lejos de respetar y servir la idiosincrasia cultural de la sociedad, pretende cambiarla para acomodarla a la ideología y opciones de sus dirigentes, desde lo más profundo hasta las cosas más anecdóticas. Nos hallamos ante propuestas chuscas cuyo fracaso demuestra el desconocimiento de la realidad social que se pretende cambiar; así, el actual Ayuntamiento de Madrid pretendió que en esa ciudad se circulara en bicicleta y el chasco ha sido enorme, porque los ingenieros sociales de la Corporación ignoraron una orografía de la ciudad que hace difícil el uso de la bici, salvo para Miguel Induráin y sus colegas, por no hablar de la ocurrencia de la misma clase dirigente cuando pretendió ordenar el sentido de la marcha de los peatones por ciertas calles de la urbe. El pitorreo llegó hasta la prensa internacional.

No digo nada de la ciudad de Valencia, pues mis posibles lectores ya sufren en sus carnes las consecuencias de ese dirigismo social al que me refiero, no sólo en el caos circulatorio generado por el notable concejal de 'inmovilidad insostenible', sino en lo que se refiere a las propuestas culturales que la izquierda gobernante entiende contrarias a sus designios, sean las fallas, el centro cultural de Las Naves (cesado todo su equipo directivo) o la política referida al Palau de les Arts (dimitido su intendente y despedida buena parte del equipo directivo). Seguramente, consideran que las fallas son un reducto del franquismo, que la ópera es decadente cosa de burgueses y que la actividad de coso operístico debe centrarse en conciertos de 'tabalet i dolçaina', recitales de Raimon, Llach y Pep Gimeno 'Botifarra', manifestaciones todas ellas muy laudables, siempre que sean propuestas y no impuestas. Una cosa es gobernar y otra bien distinta querer moldearnos a todos.

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