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La línea que separa el éxito del fracaso en el deporte no es delgada, es casi invisible. En la Fórmula 1 una centésima de segundo te condena, cuando en realidad es algo imperceptible para el ser humano, tiene que ser medida por un cronómetro de alta precisión. En el fútbol, un centímetro arriba o abajo, a derecha o izquierda, te puede dar un título o quitártelo. Cuántas veces hemos repetido en nuestra imaginación el penalti de Carboni en San Siro, que a él mismo todavía le atormenta como reconoció en una entrevista con este periódico. Si el balón hubiera viajado un pelín más alto desde los once metros hasta la línea de portería donde esperaba Oliver Kahn, la gigantesca mano del portero alemán no lo hubiera rozado. Y era nada, una pizquitina, pero justo lo que separa la gloria del fracaso, el gol del larguero, tener una Champions en tus vitrinas o no tenerla, pertenecer al club más selecto y prestigioso de la Europa futbolística o haberte quedado a las puertas viendo cómo entran los otros mientras tú te quedas fuera, mirando los escaparates. Puede ser un penalti fallado o un rebote, una jugada estrambótica, absurda y desafortunada que te elimina cuando el árbitro está a punto de pitar el final del partido, como al Sevilla en Praga. Un futbolista que se mueve ligeramente, que se cae o que tropieza, que duda al despejar, que se tambalea en la línea del gol y que no puede evitar que el balón se meta en su propia portería. Un segundo antes, Machín tal vez fuese un fenómeno, un buen entrenador, la persona apropiada, el hombre que iba a llevar al club a la conquista de un nuevo trofeo, pero un segundo después del desgraciado gol pasa a ser un apestado, el máximo responsable de una mala temporada, el culpable de no haber sabido sacar fruto de la plantilla. Despedido. Como Solari, que pasó de ser catalogado como el nuevo Zidane a ser cesado y sustituido por... Zidane. Todo es efímero y provisional, de consumo inmediato, comida rápida poco elaborada, comentarios de redes sociales, fotos para ser compartidas y olvidadas. Imposible de ser sometido a un análisis riguroso, territorio abonado para hooligans gritones que se atreven a pronosticar títulos que no llegan y se quedan en octavos. Con la misma forma de jugar, con idéntica manera de hacer alineaciones y de ordenar los cambios, Marcelino ha virado del previsible despido a la posible galería de los héroes, del Marcelino vete ya al Marcelino quédate. Y todo gracias al tiempo de descuento, a esos minutos que este año del centenario al Valencia le están dando la vida. Los buenos aficionados aún lucen la cicatriz del fatídico minuto 93 en la eliminatoria de la Europa League contra el Sevilla. Pero ese mismo minuto 93 está siendo esta temporada mágico, talismán, salvífico, reparador.

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