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Dicen que la memoria es selectiva y por eso establece una triaje para conservar, incluso aumentar, los buenos momentos, y exiliar hacia los rincones de la oscuridad los malos trances. Pero si olvidamos los errores supongo que puede irrumpir la repetición de la tenebrosa jugada, lo cual nos instala en el eterno carrusel del sube y del baja, lo cual impide que atravesemos este valle de lágrimas desde el aseadito equilibrio que cicatriza el mal humor. Comí con amigos de probada sabiduría y, cuando la sobremesa, agarrando los datos económicos que son las pistas que irrigan la futurología difusa, todos pronosticaron una diagnostico chungo; esto es, en un horizonte no muy lejano nos arrearemos otra toña importante. Coincidían en otra dentellada de crisis, sólo matizaban en cuanto a la intensidad del batacazo. Unos opinaban que sería tan grave como la anterior, otros decían que más y unos pocos que menos. Pese al vino y a las copas me largué cabizbajo hacia la palocueva. Me pesaban los pies, el alma, la cartera, la hipoteca, las orejas... Porque percibí miedo en esa sobremesa y el miedo te aplasta el espíritu. No conviene precipitarse pero tampoco relajarse. Me entristece comprobar que nada aprendimos de la terrible crisis anterior. Se capeó el temporal desarbolando el velamen, se parchearon los descosidos mediante finas grapas, pero en realidad ninguna medida importante adoptaron. Ni se adelgazó la paquidérmica administración ni se construyeron bases sólidas para enfilar una nueva singladura. Seguimos viviendo del sol y de los turistas, seguimos buscándonos la vida, seguimos machacados por los impuestos. Y el miedo flota sobre nuestras cabezas porque somos conscientes de nuestra condición de insectos vapuleados por el vendaval. Si nada comprendimos con la última crisis es que no tenemos remedio.

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