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MIQUEL NADAL
Lunes, 15 de enero 2018, 10:39
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No sería extravagante que en una galería de estatuas romanas apareciera esa divisa. O bien, y no se trata de cometer pecado, tomando el nombre de Dios en vano, si la temporada pasada Voro fue, haciendo honor a su nombre, el Salvador, con letras mayúsculas, y el saldo final del balance fue la salvación, la temporada 2017-2018 se considerará en la historia del club como la de la redención previa a la celebración de un centenario en condiciones. Marcelino ha asumido a la perfección el papel de redentor, como si siguiera la encíclica Redemptoris Missio y cumpliera una misión acorde con la historia de la entidad, la realidad de su propiedad y las expectativas que se esperan del equipo, y así devolvernos a la senda de la sensatez. Es posible que no sea así, pero en apariencia, y salvo error, no sólo sabe a qué debe jugarse, sino también a qué jugador y en qué momento llamar como si te llamara Ava Gardner y estuvieras en un banquillo lamentando tus suplencias. Resulta esencial su capacidad para devolver a los jugadores desahuciados el protagonismo perdido en otros clubes. Los hace correr mejor, y defender y atacar con un sentido colectivo que hacía años que uno no disfrutaba en Mestalla. Zaza, Rodrigo, Pereira, Güedes o Kondogbia viven una segunda oportunidad de redención que contagia felicidad en el césped y se transmite a la grada. Está claro que se cometerán errores, perderemos partidos, y habrá ataques de entrenador con rotaciones que no comprenderemos. La sabiduría de un técnico en el banquillo no asegura el éxito, pero uno intuye que en la situación en la que se encontraba el Valencia, la maceración en la madurez que suponen las decisiones de Marcelino, aunque no garanticen resultados ni títulos, era lo mejor que nos podía pasar. Lo importante ha pasado a ser la entrega, el camino y el compromiso que desprende el juego. El resultado, así considerado, no es relevante, porque ganar todos los partidos, conseguir todos los títulos, fichar al precio que sea, reventar el mercado, y pugnar por ser el mejor equipo del mundo, y atraer balones de oro y trofeos entregados en galas de monarquías petrolíferas del golfo, yo creo que son objetivos que a nosotros ni nos van ni nos vienen, no añoramos y hasta nos da lo mismo. Cada vez que nos hemos separado del equilibrio coherente entre nuestra condición y nuestras expectativas hemos hecho un agujero al presupuesto, y hemos acabado pagando las facturas de la resaca de una fiesta en la que la reina del baile ni se fijó en nosotros. La misión de redención es la madurez competitiva, la alegría inesperada de lo que podría ser. Previsión de viajes divertidos. Un título cada cierto tiempo. Esa sonrisa malvada que ensayamos cuando resignadamente las cadenas televisivas no tienen más remedio que abrir titulares con nuestra victoria.
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