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CARMEN VELASCO
Domingo, 1 de abril 2018, 11:45
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Viajar es enriquecedor. Irse, poner tierra de por medio y volver sirve para llenar el equipaje de experiencias y también nos obliga a tomar distancia no sólo del lugar de partida sino de nosotros mismos. Vivimos sin ser conscientes al 100% de que somos pasajeros en el sentido más amplio del término, como sustantivo y como adjetivo. No hay escala segura ni nunca estamos a salvo. Los billetes para recibir un golpe de infortunio o de suerte no se compran, vienen solos. Las pantallas de los mostradores de los aeropuertos indican los sitios recónditos a los que por diferentes motivos nunca iremos. Existen decenas de rutas posibles y un sinfín de ciudades a las que trasladarse en Semana Santa o en próximas vacaciones, pero el destino final siempre es uno mismo e importa regresar. «Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito», escribe Manuel Vilas en 'Ordesa', una novela que corrobora que la literatura funciona como brújula.
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