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Es curioso cómo ya desde temprana edad enfilamos nuestros gustos sin que, en principio, acusemos influencias externas. Nuestra sensibilidad nos encamina hacia diferentes territorios porque ahí quizá se agazapa la forja de nuestro posterior carácter e incluso las manías que nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Nunca aprecié Tintín. No podía creerme sus aventuras porque sus pantalones bombachos se me antojaban ridículos y me resultaba imposible empatizar con él. Sin embargo me volvía loco con el Capitán Trueno, Asterix y Lucky Luke. El ratón Mickey Mouse me parecía un roedor atontolinado y repelente. Me cargaba una barbaridad y me aburría sobremanera, aunque comprendo el mérito tanto de Tintín como el del ratoncito pardal que cumple años estos días. La gallarda tropa de la Warner, en cambio, me hipnotizaba por su querencia hacia la gamberrada y la codicia. El Coyote y su literario lado de eterno perdedor... Bugs Bunny y su natural desfachatez... El Pato Lucas y su eterna, humana mezquindad... Estos personajes, trufados de arrebatos bellacos, representaban el reverso oscuro y chiflado del blando universo ultrapastelón de Disney. De todas formas me ha sorprendido la enorme publicidad gratuita que nuestros noticieros le han dedicado al ratón Mickey, emblema supremo del modo de vida americano blanco, protestante y obediente. Minutos y minutos consagrados a la mayor gloria de una paquidérmica multinacional que no necesita promoción para sus productos. Mucho criticar el imperialismo made in USA pero luego babeamos con el dichoso ratón la mar de genuflexos. Ya que han derribado la estatua de Colón en Los Ángeles porque le acusan de genocida (¡ellos, que no dejaron a un nativo vivo!), bien podríamos haber saboteado siquiera un poco el aniversario del maldito roedor.

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