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Las lecciones de los narcos

Buscamos en el lujo y el poder del traficante el modelo hipertrofiado de una sociedad que no hace prisioneros con los que no dan la talla

VICENTE GARRIDO

Viernes, 7 de diciembre 2018, 09:51

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Se estrena ahora la nueva temporada de 'Narcos', y seguro que vendrán otras. El éxito de 'Breaking bad', la serie en la que un modesto profesor de química se convierte en un narcotraficante que amasa una inmensa fortuna, se extiende en el tiempo. Son continuas las reposiciones, y la crítica la ha aclamado como una de las mejores series de los últimos años, una fama que todavía arrostra 'Los soprano', convertida en un clásico. En estos días la que fuera esposa de Pablo Escobar -protagonista ya de varias películas y series- ha visitado España para presentar su libro de memorias junto a este mito del crimen del siglo XX. No cabe duda: el mundo de la mafia, que es tanto como decir hoy el mundo de los marcos, ejerce una gran fascinación en el público.

El fenómeno no es nuevo, aunque el alcance global de las ficciones que definen el entretenimiento en este siglo profundiza y amplía su impacto. Pero el cine y la literatura siempre han prestado atención a los mafiosos, desde la época de Al Capone, en los albores del cine sonoro ('Scarface', de Howard Hawks) y en buena parte del género negro de los años dorados, con el rostro de Edward G. Robinson y, más tarde, del colosal Brando en 'El Padrino'. Hay varias razones para esta permanente luna de miel entre el mafioso y el público. La fundamental es que el capo de los narcos lleva una vida excitante, llena de lujos inverosímiles, siempre en el filo de la navaja, y goza de un poder contra el que las leyes muchas veces poco puede hacer.

El narco nos permite alimentar la fantasía oscura de que no tenemos por qué vivir sometidos ante nadie, que podemos tener todos los bienes que la sociedad otorga a los muy ricos, a los que, chasqueando los dedos, obtienen todo lo que desean. Al mismo tiempo, parecen ser buenos esposos, padres de familia, religiosos, preocuparse por la comunidad. En tiempos de penurias los mafiosos han querido ser amados por el pueblo, como un trofeo más a su vanidad, una historia de 'Robin Hood' que se acaban creyendo para mantener su régimen de terror. Al Capone sufragó comedores sociales en la Gran depresión; Escobar construía campos de fútbol y donaba dinero para obras sociales. Cuando el asunto se puso feo, no dudó en poner bombas en las calles como el peor terrorista, porque la fachada había caído y se trataba de ganar por la fuerza al mismo Estado colombiano.

Este renovado culto al mafioso en la figura del narco es un síntoma de que seguimos donde estábamos cuando Al Capone se inició en las calles de Nueva York, antes de ser el rey de Chicago. Buscamos en el lujo y el poder del narco el modelo hipertrofiado de una sociedad que no hace prisioneros con los que no dan la talla. Una sociedad que no tiene piedad, como Escobar. Y nos avisa también de que los Estados en los que prosperan los narcos han sido los primeros en condenar a sus ciudadanos.

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