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En el momento más crítico de los últimos cuarenta años en la historia de España, con todas las miradas pendientes de él, Carles Puigdemont optó por ejercer de gallego y entre proclamar la república independiente de Cataluña o dar marcha atrás y salirse por la tangente de unas elecciones se decantó por retrasar la declaración a la espera de un diálogo que desbloquee la situación, en un claro intento de volver a pasar la patata caliente a Rajoy. Toma, tú la llevas. Quien esperaba solemnidad en un discurso memorable, no la encontró, tal y como los radicales de la CUP manifestaron por medio de su portavoz, Anna Gabriel, que reconoció que era el día de haber proclamado la república independiente de Cataluña. Pero en esta especie de juego perverso, que asemeja una partida de ajedrez con dos contrincantes reservones que esperan el fallo del rival para ver qué ficha mueven, el bloque independentista ha mostrado sus primeras grietas entre los que están por la ruptura cueste lo que cueste y aquellos que parecen entender, aunque sea a base de trompicones, que las cosas no son tan fáciles como ingenuamente creían. El 1 de octubre, a partir de una intervención policial mal planificada por el Gobierno de Rajoy, los soberanistas tomaron ventaja en la partida, consiguieron presencia internacional y lograron colar el relato del Estado opresor que aplasta a porrazos el derecho de los ciudadanos a expresarse libremente en las urnas, aunque fuera construido con múltiples mentiras y exageraciones. Pero el signo de la partida empezó a cambiar a partir del discurso del Rey y viró definitivamente con la decisión de los bancos y las grandes empresas catalanas de marcharse a otras partes de España y con la grandiosa manifestación del pasado domingo en las calles de Barcelona por la unidad y contra la secesión. El relato independentista ya no era el dominante. En esas circunstancias, Puigdemont corría un grave riesgo si cedía a las presiones de la CUP y pese a todo y contra todos declaraba la independencia. No lo ha hecho, con la intención de ganar tiempo, recuperar la iniciativa, volver a conseguir apoyos exteriores y, sobre todo, poner en un aprieto a Rajoy. Si el Gobierno aplica ahora el famoso artículo 155, o si aunque no lo haga no abre un periodo de negociación, el soberanismo se verá legitimado para dar el paso que ayer no se atrevió a dar porque le temblaron las piernas. Los independentistas buscan excusas que justifiquen su desvarío porque saben perfectamente que el Estado de derecho no puede sentarse a dialogar con quienes voluntariamente se han situado al margen de la ley. Puigdemont ejerció ayer de gallego, pero en ese juego y con Rajoy como contrincante tiene todas las de perder. Ya se sabe que siempre es mejor el original que la copia.

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