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Jerusalén

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ANTONIO BAR CENDÓN CATEDRÁTICO DE DERECHO CONSTITUCIONAL CATEDRÁTICO JEAN MONNET "AD PERSONAM" UNIVERSIDAD DE VALENCIA ASESOR JURÍDICO DE LA UE EN EL PROCESO DE ESTABLECIMIENTO Y ELECCIÓN DE LA AUTORIDAD PALESTINA, EN EL PERÍODO 1994-1996

Domingo, 10 de diciembre 2017, 10:43

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El pasado día 6, en un acto formal celebrado en la Casa Blanca, el presidente estadounidense, Donald Trump, proclamó que «Estados Unidos reconoce que Jerusalén es la capital del Estado de Israel y que la Embajada de los Estados Unidos ante Israel será trasladada a Jerusalén tan pronto como sea posible». Esta proclamación la hizo el Presidente, con todo boato, en la sala de recepciones diplomáticas de la Casa Blanca. Y es que Trump quería hacer precisamente un acto lleno de simbolismo y de reconocimiento al más fiel aliado de los Estados Unidos en la zona: Israel.

El problema es que la proclamación está efectivamente llena de simbolismo -tanto positivo como negativo-, pero, al mismo tiempo, está falta de necesidad y de oportunidad. La dimensión positiva de la proclamación afecta a Israel, que ve así atendida políticamente una vieja exigencia que sus aliados occidentales, incluidos los Estados Unidos, nunca quisieron reconocer desde que las Naciones Unidas decidiesen la creación de dos Estados para dos pueblos, en 1947. Pero la dimensión negativa afecta, una vez más, a los palestinos, que ven así puesta en cuestión una de sus reclamaciones más significativas en todo el proceso de paz que se inició en Madrid, en 1991: la consideración de Jerusalén -o, al menos, de una parte de la ciudad- como la capital del futuro Estado palestino.

El Presidente Trump dice en su proclama que la decisión no supone un cambio en la posición tradicional de los Estados Unidos en lo que se refiere a su papel como 'facilitador' del deseado acuerdo de paz y con respecto a las cuestiones sometidas a la negociación entre las dos partes; y, muy específicamente, el presidente se refiere a «los límites de la soberanía de Israel en Jerusalén». De lo que se puede deducir, con toda evidencia -y frente a lo que el Gobierno de Israel parece haber entendido-, que los Estados Unidos siguen previendo que una parte de Jerusalén pueda ser en el futuro la capital del Estado palestino. Si ello es así, si la declaración no viene a cambiar nada en el terreno de la realidad, es evidente que se trata de una declaración puramente simbólica; pero es una declaración simbólica que pone en cuestión el propio papel de los Estados Unidos como 'facilitador' del acuerdo de paz, por cuanto premia con su reconocimiento a una de las partes, pero castiga a la otra, a la que se le niega ese reconocimiento.

Pero la declaración, además de ser simbólica, es también innecesaria, por cuanto no cambia los términos de la realidad. Jerusalén es la capital efectiva del Estado de Israel desde que, tras las guerras de 1967 y de 1973, Israel ocupó la parte oriental de la ciudad que había quedado bajo el dominio de Jordania tras el armisticio de 1948, que puso fin a la primera guerra árabe-israelí. La Ley Básica Jerusalén Capital de Israel, de 13 de diciembre de 1980 establece que la Jerusalén, «unida y en su totalidad», es la capital de Israel y la sede de la presidencia del Estado, del Parlamento -la Knesset-, el Gobierno y el Tribunal Supremo. Y, efectivamente, desde entonces, todo el gobierno de Israel reside en Jerusalén. Es verdad, sin embargo, que, para mantener el respeto a las previsiones de las Naciones Unidas, principalmente las incluidas en sus resoluciones 181, de 29 de noviembre de 1947 (Plan de Partición), 242, de 22 de noviembre de 1967 (retirada de las fuerzas israelíes de los territorios ocupados en la guerra de 1967), y 338, de 22 de octubre de 1973 (cese el fuego tras la guerra de 1973), la comunidad internacional no reconoce formalmente la capitalidad de Jerusalén y mantiene sus embajadas en Tel Aviv. (Bolivia y Paraguay, sin embargo, han establecido sus embajadas en Mevaseret Zion, un pequeño municipio en las afueras de Jerusalén). Sin embargo, los estados más grandes -Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y España, entre otros- mantienen grandes delegaciones diplomáticas en Jerusalén, con estatuto de consulado, las cuales llevan también las relaciones con la comunidad árabe.

Y los Estados Unidos, bajo la presidencia de Bill Clinton, reconocieron esa realidad mediante una ley del Congreso (la Ley sobre la Embajada de Jerusalén, de 8 de noviembre de 1995), en la que se establecía que «Jerusalén debe ser reconocida como la capital del Estado de Israel» y debe permanecer como una ciudad no dividida, «en la que los derechos de todos los grupos étnicos y religiosos deben ser protegidos». Y, en este sentido, se preveía también que la Embajada de los Estados Unidos debería establecerse en Jerusalén, a más tardar, el 31 de mayo de 1999. En realidad, Clinton quería así compensar a los israelíes por las cesiones que tuvieran que hacer a los palestinos en las negociaciones de paz entonces en curso. Y, de hecho, la propia ley establecía una cláusula por la cual el Presidente podía suspender y alargar ese plazo cada seis meses. La intención era, por tanto, que la Embajada se trasladase a Jerusalén sólo cuando el acuerdo de paz fuese concluido y el Estado palestino fuese establecido. La verdad es que, desde entonces, todos los presidentes norteamericanos han acudido a este subterfugio y han aplazado cada seis meses la decisión de trasladar la Embajada a Jerusalén. El propio Trump lo hizo por última vez -a desgana- el pasado mes de junio y debería hacerlo de nuevo ahora, en el mes de diciembre. Y esto es lo que ha evitado con la declaración del 6 de diciembre.

Y, desde luego, tampoco cambia nada la declaración de Trump con respecto al posicionamiento de los palestinos, los cuales mantienen que Jerusalén es -ha de ser- la capital del Estado palestino desde su declaración formal de independencia, del 15 de noviembre de 1988; y así se mantiene en la actual versión de su constitución, la Ley Básica de 2003.

Y, en fin, la declaración de Trump es inoportuna, porque viene a dificultar aún más el difícil -y ahora bloqueado- proceso de paz entre israelíes y palestinos y, sobre todo, la tenue recuperación de las relaciones con los estados árabes, enfriadas tras la frustrante política de Obama en el Oriente Medio, y que se han restablecido a la par de la evolución del conflicto sirio y, últimamente, con la llegada al poder del príncipe Salman de Arabia, con su visión reformista, más cercana a los planteamientos occidentales. Algo en lo que, paradójicamente, han estado trabajando con toda discreción el yerno de Trump, Jared Kushner, y el enviado especial al Oriente Medio, Jason Greenblat. Y por eso también parece que la decisión del Presidente fue adoptada en contra del criterio de su Secretario de Estado Rex Tillerson e, incluso, del Secretario de Defensa, Jim Mattis.

La decisión de Trump, pues, parece más bien un acto político simbólico, dirigido a reforzar su apoyo entre los sectores más conservadores de la sociedad americana. Pero es un acto innecesario, inoportuno y muy dañino para la estabilidad del Oriente Medio.

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