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Del mismo modo en el que se suele recordar el primer beso húmedo de lengua algunas películas consiguen ese efecto duradero en nuestra memoria. Por lo general, esas obras, cada vez que coincidimos con ellas en mitad de la furia de un zapeo, nos siguen atrapando. Me sucede con 'Le trou' ('La evasión'), la cinta basada en el libro autobiográfico de Giovanni que dirigió en 1960 Jacques Becker. Contundente, sobria, real, poética, dura, hipnótica, en fin. Una verdadera obra maestra. Lo que más me chocó cuando la vi de joven aquella primera vez fue el papel de los funcionarios de prisiones. Se alejaban de los tópicos impregnados de sadismo barato que suelen abundar en los malos largometrajes de género carcelario. Rezumaban humanidad y flotaba un no sé qué de pringadillos en sus tareas realizadas de una forma mecánica. Los encerrados no eran sus enemigos, ellos cumplían con su deber con rigor, sin pasión, sin filias ni fobias. Flotaba además una curiosa sensación captada entre líneas: en el fondo todos están entrullados, los presos y sus vigilantes, aunque, obviamente, estos al final de la jornada se marchan a su casa, pero ustedes ya me entienden... Nuestra sociedad hace tiempo que desplazó los penales hacia los páramos donde su visión no hiera nuestra sensibilidad. Apartamos el problema y así fingimos que no existe. Pero cuando descubrimos el atroz desamparo de los funcionarios de prisiones, escasos en número, mal remunerados, despojados de medios y de autoridad, comprendemos que ellos también forman parte del grupo de invisibles apestados que sufren una suerte de condena de orfandad por parte de nuestras autoridades. La blandengue sociedad del bienestar no quiere perturbar su conciencia ni con los presos ni, mucho menos, con los que trabajan con ellos. La hipocresía se ceba con este colectivo.

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