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Cuando estás acostumbrado a vivir sobre esta orilla del Mediterráneo sientes la presencia del mar pero, así en general, ningún impulso me catapulta hacia la zona de la Marina para observarlo. Necesito saber de su cercanía, pero tampoco entro en éxtasis lírico de poeta relamido cuando lo veo. Un amigacho me arrastró hacia aquella zona la otra tarde y me pareció una buena idea.

Desde luego resultaba imposible no apreciar la calidad de vida de esta ciudad. Aceitunas, papas, cervezas y el mar, tan grande, tan azul, tan misterioso, tan de todo, ya lo saben ustedes. Superado el momento de hipnotismo marinero acompañado de esas sabrosas bagatelas gastronómicas que nos satisfacen por su soberbia sencillez, me fijé en el paisanaje, que es lo que me gusta para fertilizar mi espíritu de voyeur. Petadas de guiris estaban las terrazas a eso de las siete de la tarde. Valencianos, pocos. Los extranjeros abultaban. Grandes, sonrosados, bulliciosos, bastante borrachos me temo. Aspiré fuerte vía fosas nasales para que el benefactor salitre recorriese mis entrañas. Un rato largo estuve husmeando como un sabueso, pero no percibían mis narinas el estimulante salitre. El ambiente sí destilaba un olor peculiar que, en efecto, no me era ajeno. Engrasé el cerebro y por fin reconocí el tufo. No olía a victoria, como dijo el coronel Kilgore de 'Apocalipse now', sino a alcohol. Los forasteros supongo que habían demarrado su pasión licorera desde la hora del almuerzo y por eso flotaba en el aire el inconfundible y agrio perfume de las apoteósicas tajadas mezclado con el vaho del sudor de axila. Valencia se encuentra en el punto de inflexión del turismo y algún modelo deberemos de escoger, o el de borrachera tipo Magaluf o el familiar y sensato. Por si las moscas preferiría el segundo... Esperemos que Ribó se ilumine.

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