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Ayer, como todos los domingos, el barrio se despertaba con lentitud de gabarra. Con el periódico bajo el brazo desayuno en el primer bar que abre. Lo regenta una familia china y te atienden amables desde la sonrisa del gato blanco o negro que caza los ratones sin problemas. La terraza del local se encaja contra la avenida Reino de Valencia y poco a poco acuden otras almas errantes buscando sol, tostadas y café con leche.

A mi diestra unas funcionarias hablan de traslados y trienios. También de cocina. Que si la sopa con el hueso de jamón destaca por su sabor, que si conviene añadirle jamón serrano a los macarrones, que si en verano comen menos pero en invierno engordan... Mis ojos se concentran sobre el papel pero mis tímpanos se enchufan contra las conversaciones ajenas. Levanto la vista y observó la irrupción de grupitos cargados con maletones rodantes. Imagino que brotan de apartamentos de alquiler y que se largan tras disfrutar del puente. Circula silencioso algún patinete sobre el asfalto escoltado por las palmeras. Más guiris deambulan con su impedimenta esperando el taxi. Aprovechan para fotografiar desde sus móviles. Uno se acerca hasta un naranjo de jardín y retrata en primer plano una naranja borde. Supongo que, cuando retorne a su probablemente gélido destino, le comentará a sus amistades que en Valencia, en diciembre, encuentras naranjas decorando las calles. Las palmeras también reciben fervorosas fotos. Les encanta el toque pintoresco de puro mediterráneo y componen aire tristón ante su partida, estos turistas que lucen legañas melancólicas porque anoche seguro que salieron y bebieron. Cuando regreso hacia la palocueva recuerdo las palabras de un amigo: «Tendríamos que pagar un impuesto especial por vivir en Valencia...» A lo que respondo siempre: «Calla calla, no des ideas.»

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