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Ha llegado a mis manos un libro repleto de inspiración. Mejor dicho, de imaginación. De hecho, va sobre ello. Es de Espasa. Se titula: 'Historia de la Imaginación'. Lo firma Juan Arnau, astrofísico y filósofo. Abre brecha con un prólogo contundente: «la imaginación es el eje del mundo y el país de las almas». Recuerda que, según los sufíes, de ella emana todo lo vivido: «sin imaginación no sería posible la vida». Con ella, es más fácil dar explicación a todo: creer en lo que parece imposible, dar rienda suelta a la fe, deducir el pasado y diseñar el futuro. La imaginación, aliándose con la realidad, puede hacernos levantar poblados íberos en la montaña; observar a un Van Gogh sumido en un ataque psicótico pintando un autorretrato lleno de trazos rojos y anaranjados; estremecerse con las víctimas del holocausto antes de ser gaseados. Llorar. Viajar.

La imaginación es una puerta abierta hacia ese otro mundo donde confluyen certezas e imposibles en una nueva realidad. Esa en la que Julio Verne puso al hombre en la Luna y luego se cumplió; esa en la que Da Vinci quiso que los humanos volaran y con el tiempo volaron; esa que vaticinó un planeta que iba a hacer aguas y el cambio climático llegó.

Va más allá de las fábulas. Es una conexión con el mañana que permite avanzar, crear, dar sentido a todo. La que hace que afloren las ideas rompedoras que facilitan crear vanguardias en el arte y en la ciencia; dar con los avances necesarios para seguir batallando contra epidemias devastadoras, para seguir luchando contra la enfermedad del olvido o los cánceres terminales. Imaginación basada en hechos reales, en la propia ciencia, que se convirte en una medicina capaz de despertar, azuzar, una sociedad acrítica que dejó de pensar, reflexionar, filosofar con propiedad. Sin griterio. La sociedad de lo establecido.

Ella es como un fármaco recetado para que el niño vuelva a jugar, el delantero empiece a marcar, el matemático descubra las soluciones, el escritor genere sus tramas, el solitario se encuentre acompañado, el espectador de la vida sienta de nuevo en sus labios esos besos que acompañan cualquier buen final: el de la II Guerra Mundial, que inmortalizó Eisenstadt en Times Square; el del mundo del arte, que firmó Rodin; los besos de tanto cine censurado, que sólo vimos con la imaginación.

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