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Hay procesos sociales, económicos o culturales que probablemente resulten inevitables, frente a los que las autoridades pueden hacer más bien poco. Lo cual no significa que haya que aceptarlos tal cual llegan, sin rechistar. La extensión del botellón es uno de ellos. Y la peor cara de ese fenómeno es la transformación de Valencia durante las Fallas es un gran botellódromo, que supera con mucho las escasas capacidades -y las nulas ganas- del Ayuntamiento actual por ponerle freno. No sería justo echar la culpa de esta moda a los actuales gestores del Consistorio. Ya en los últimos años del PP en el cap i casal la ciudad fue poco a poco colonizada durante sus fiestas, año a año, por todo tipo de puestos de venta de comida, bebida, buñuelos y churros, dando lugar a un turismo mochilero que lógicamente ha aprovechado los vuelos low cost, la cercanía con Madrid gracias al AVE y los apartamentos turísticos en el centro. Valencia en Fallas se parece cada vez más a los Sanfermines, una ciudad masificada y tomada por un turismo barato que hace que no sea imposible encontrar mesa en un restaurante de un cierto nivel. Las comisiones de Especial se quejan, y con razón, aunque ellas también tienen su parte de culpa. Como todos. Porque las fallas grandes también instalan sus mercadillos y todo tipo de puestos de venta que vienen a contribuir a consolidar la imagen de zoco que se ha acabado por imponer. Y las pequeñas no van a ser menos, por lo que las verbenas, las paellas al aire libre y los mercadillos ambulantes se adueñan durante dos semanas del espacio urbano. Sin excepciones. Lo cual nos conduce a que el triángulo patrimonial de oro -el que marcan la Lonja (único edificio de la ciudad patrimonio de la Humanidad), el Mercado Central y los Santos Juanes- amanezca los días grandes como si fuera los Campos Elíseos tras una protesta de las chalecos amarillos. Pocos lugares tan emblemáticos de Valencia, punto de atracción de los forasteros, y sin embargo pocos tan descuidados, tan víctimas del botellón. Vuelvo al principio: probablemente no se pueda hacer nada, no hay efectivos policiales suficientes para controlar una práctica extendida por todos los barrios; además, a una juventud con escasas opciones profesionales de futuro no se le puede perseguir a todas horas por reunirse en la calle para beber. No lo va a hacer, desde luego, un ayuntamiento populista que vive de los discursos facilones y ventajistas, como ha demostrado Fuset con sus críticas a la composición del jurado de Especial; pero al menos tendremos que asumir que el perjuicio para Valencia y para su fiesta grande es irreparable. El gran botellón es incompatible con el turismo de calidad que unos y otros dicen perseguir pero al que se aleja por la vía de los hechos consumados.

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