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La gangrena

ARSÉNICO POR DIVERSIÓN ·

La misma imagen de los periodistas informando con casco desde Barcelona da la medida de la locura

María José Pou

Valencia

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Sábado, 19 de octubre 2019, 09:02

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Cuando nos hacemos una herida, los primeros días son malos. Aunque nos la curen y no tenga mayores consecuencias, escuece, duele y molesta hasta que empieza a cicatrizar. A partir de entonces ya no notamos los pinchazos y el dolor pero sí la tirantez y el picor que acompaña la formación de la costra que cierra la piel dañada. La situación en Cataluña es esa herida. Está tierna, abierta y sangrante. No solo no se ha terminado de curar sino que una y otra vez hay gente interesada en abrirla y echar sal en ella. Cada vez que podía haber empezado a cicatrizar, los intereses particulares, las intransigencias y la falta de visión han hecho que fuera más y más profunda. Si hace unos años estábamos ante el riesgo de la cronificación, ahora ni siquiera nos quedamos ahí. Ahora, el peligro es que se gangrene. Es cierto que estamos en un momento especialmente inflamado, con violencia en la calle, con enfrentamientos entre extremistas de todo signo y con falta de voluntad política para frenar esa escalada impropia de un país democrático. La misma imagen de los periodistas informando con casco desde Barcelona da la medida de la locura. La inflamación es la señal inequívoca de la infección que se ha instalado en Cataluña y lo primero es atacar las causas, no quedarse en la superficie aminorando solo los síntomas. El problema es que, como las heridas, la cicatrización necesita un plazo, un 'tempo' y un ritmo. No es fácil acelerar ese proceso porque la piel tiene que regenerarse, las células muertas deben dejar espacio a las nuevas y la vida en esa parte del cuerpo tiene que recomponerse poco a poco. Harán falta varias generaciones para recuperar la normal convivencia en Cataluña. La declaración de independencia no rebajaría el malestar teniendo en cuenta la gente que no la comparte, la exacerbación de las posturas y la forma de gestionar todo el proceso, con el enfrentamiento directo entre Cataluña y el resto de España o entre los independentistas y los no independentistas. Si no se aborda ya de forma serena la realidad más allá de los altercados actuales, la herida permanecerá tierna durante mucho tiempo. Sabemos -precisamente estos días lo recordamos a cuenta de la exhumación de Franco- que las rupturas y enfrentamientos civiles no afectan solo a la generación que los vive sino a sus hijos, nietos y puede que bisnietos. Además, perduran en la memoria durante décadas y solo con la madurez de quienes ni han vivido la lucha ni sus consecuencias, ni han sido alimentados en el rencor hacia «los otros» se puede hacer salir al país de la postración que producen. Sabiéndolo tan bien, teniéndolo tan cerca y habiendo vivido episodios tan sangrantes hace menos de un siglo, parece mentira que no sepamos frenar este camino al precipicio nacional. Cualquier enfrentamiento fratricida empieza con el desprecio, el insulto y el descrédito del vecino. Deberíamos haberlo aprendido ya.

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