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Hace tiempo que no viajo hacia tierras gabachas, pero cuando visitaba con cierta asiduidad Francia no era raro que, en un determinado trance de esparcimiento de sobremesa regada por buenos vinos y aromáticos quesos, irrumpiese lo que podríamos denominar como «momento de chistes belgas».

Lo de los chistes de belgas era el equivalente francés a nuestros chistes biliosos humillando a Lepe y a los leperos. No sé ahora, pero hasta hace bien poco existía una formidable corriente de chistes que vejaban a los belgas. Estos iban desde el bobo solemne al cateto recalcitrante. Chistes malos y groseros, en definitiva, protagonizados por belgas que mostraban una estupidez apoteósica. Esto me extrañaba. No comprendía el motivo por el cual tantos franceses educado y cultos mostraban semejante saña contra los pobrecillos belgas. Se me antojaba un abuso de poder del fuerte hacia el débil. Al fin y al cabo Bélgica es un país breve de inofensivo perfil. Desde luego no conviene generalizar, pero cuando Bélgica, su fiscalía, pregunta acerca de las cárceles españolas por lo del audaz independentista/escapista y sus mariachis, entiendo perfectamente a los franceses y sus chistes. Siendo sus vecinos les conocen muy bien. Los belgas, algunos de ellos, quiero decir, quizá sospechan que nuestras celdas son lúgubres mazmorras del tiempo de la Inquisición. Bastante tonto suelto, me temo, florece en Bélgica. Obsérvese que, Jacques Brel o Simenon, por poner dos ejemplos ilustres, se largaron de allí en cuanto pudieron. Y no quiero recordar la juventud filonazi de Hergé, el padre de Tintin. En Bélgica, además, averiguamos tras los terribles atentados que... ¡no se puede detener a los malhechores por la noche! La policía debe esperar a que el sol asome su hocico. Insisto: por fin aprecio los chistes franceses a costa de los belgas.

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