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Son ya 10 días resonando en todos los medios constantes cornetas hacia la extrema derecha, el fascismo, la intolerancia, y predicadores catódicos de la opinión echándose las manos a la cabeza por la supuesta corta inteligencia de los votantes. Aún anda en mi conciencia un genial reportaje de un diario nacional este fin de semana, con visita incluida al barrio de las '3.000 Viviendas' de Sevilla, otrora un impugnable bastión socialista, y en el que VOX ha derrotado en alguna mesa hasta a Podemos. Un enclave con la mitad de vecinos en paro y un fracaso escolar del 70%. Igual que el nazismo pescó en las aguas descontentas de la crisis alemana. Con las urnas aún calientes, asistí ojiplático al discurso de los chicos de Abascal, con la «Reconquista» por montera (hasta Don Pelayo), y al del propio Pablo Iglesias, con la «libertad, igualdad y fraternidad» como lema y pidiendo a los suyos salir a la calle. Sólo le faltó la guillotina, y bienvenidos a la Revolución Francesa.

De todo, y de todos, hemos oído estos días. Menos disculpas. Ni un sólo 'mea culpa' de los partidos menos extremos por unos fracasos extremos. Porque sólo desde la orfandad de todo principio por las formaciones tradicionales se puede entender el auge de los populismos a uno y otro lado. «Los políticos nos dejaron hace mucho tiempo», explicaba uno de esos enfadados vecinos de las 3.000 Viviendas. Pero nadie se da por aludido. Ni uno sólo de los dos partidos que han gobernado por la responsabilidad de una nefasta política migratoria que abandona a los que adopta. Nadie por una Ley de Violencia de Género, vital y necesaria, pero por la que también han pagado (algunos) justos por pecadores. Nadie por una crisis que mantiene los salarios anclados a losas. Y sin disculpas, los extremos quedan cada vez más lejanos.

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