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Ocurrió hace no mucho. De hecho, puede ocurrir cada día. Al final sólo se trata de intentarlo. De buscar un instante, de descubrir un tesoro. Un banco en el parque. Sol en la cara. Brisa en el pelo. Risas, fábulas y carreras infantiles que lo invaden todo. El estrés no existe. Una pelota de básket que rueda hasta mi pie. Una melena rubia que la agarra con sonrisa cantarina. La prisa está muerta. Una mirada que vaga entre la figura que forman las hojas de un árbol y una paloma que picotea cáscaras de pipas a mi lado. Aquí la prisa está maldita. Un pensamiento que vaga de la sombra que hace mi cuerpo al regalo para la 'seño' que planean unas madres en otro banco. Un colgante, barajan. Ni un sólo pensamiento más profundo, trascendental o estresante. Tiempo. Tiempo. Tiempo. El mayor tesoro de nuestro siglo. Y yo ahora soy rico.

O esto otro que ocurrió hace tampoco mucho. Quizás, otra vez, suceda cada día. Al tiempo... Ruido de bloques de construcción rodando por el suelo. Las músicas pastel y los diálogos cantarines del 'Dinotren' manando risueños del televisor. La luz del sol que se cuela por la ventana del balcón. Dos cabecitas de pelo mullido jugando una junto a la otra a los pies de la mesa. El olor a café recién hecho. El tacto de unos mofletes sonrosados. El séptimo cielo de una sonrisa desdentada. Una mirada virgen, inocente, sin mácula de malicia. Esos ojos que te miran como si en cada palabra tuya les fuera la vida.

Felicidad. Pura y dura. En mayúsculas. Sin precio. Sin acechos del estrés. Ya sé que en estas líneas he abusado demasiadas veces de la ñoñería del 'carpe diem' y la felicidad interior. Que hay mucho charlatán y supercherías en el mundo de la autoayuda. Pero, en el fondo, quizás debajo de tanta costra, hay una verdad. Se puede ser un superhombre sólo queriendo ser feliz.

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