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Prefiero imaginar que sus matrimonios representaban un tormento insuperable, de ahí que el inevitable naufragio les arrastró hasta la orilla del divorcio. Sin embargo, así repasando mientras fumo un nocivo pitillo, tras haber soportado medía hora la barrila telefónica de un amigo divorciado desde hace un par de años que me ha interrumpido justo en la mitad del último e interesantísmo capítulo de la cuarta temporada de 'Better call Saul', no recuerdo ahora mismo a ningún divorciado/a que muestre ligeras hebras de felicidad o, al menos, de cierta resignación.

Parece que al divorciarse les colapsa la sesera una extraño virus que les conduce a una percepción errónea; esto es, que la vida sin la pareja equivale a una trepidante montaña rusa plagada de divinas y placenteras emociones. «Tío, venga, vamos a salir, vamos a ligar, vamos a beber...», mascullaba contra mí sufrida oreja este amigo. «Qué no, que haremos el ridículo, seremos los más viejos del bar; si quieres vamos un día a comer...». Pero no quieren transitar durante el día, ni ir al cine, nI pasear en plan Azorín y Baroja, ni pimplar cerveza en el hogar de un conocido, lejos de las miradas indiscretas, durante una tarde. Sólo desean abrazar la noche porque intuyen que en esos terrenos explotará el volcán del fandango vicioso. Se equivocan, y yerran porque olvidan que ya no tienen veinte años y que es imposible retroceder en el tiempo. Nuestra Comunitat ocupa el segundo lugar en cuanto a número de divorcios. Estamos a la cola de la financiación pero en lo alto de la tabla en lo de matrimonios rotos. Acaso un buen número de personas se desposan por mero aburrimiento, porque les tocaba, sin reflexionar en lo que semejante paso conlleva. Luego la decepción les aplasta y se divorcian. Pero la noche, a sus edades, no cicatrizará sus heridas.

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