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El efecto integrador del conflicto

ANTONIO PAPELL

Sábado, 16 de septiembre 2017, 15:06

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Mucho se ha hablado y se ha escrito de los efectos creativos y reconfortantes de las crisis, que, si están bien gestionadas, muestran impetuosamente su ambivalencia al llegar al desenlace. El caso del 'Brexit' puede ser paradigmático a este respecto: si la decisión brusca de los británicos pareció al principio un gran desastre, hoy todo indica que el impacto podría derivar en una reafirmación europea.

En el caso de Cataluña, que no se desgajará de España, tendremos ocasión de someternos a un radical aprendizaje que producirá un efecto parecido al de una vacuna capaz de inmunizarnos ante cualquier reviviscencia de la misma enfermedad, el nacionalismo.

En efecto, la democracia española no acabó de resolver de una manera definitiva y explícita la cuestión de las nacionalidades históricas, que revivieron con su aura romántica en la última etapa de la dictadura y se desarrollaron luego pletóricamente ya en libertad.

La Constitución de 1978 supuso la normalización de aquel estado de cosas sentimental y, lo que es más importante, estableció un Estado cuasi federal de gran consistencia, bastante bien articulado y capaz de convertirse en un actor de primer orden en la escena europea e internacional, al tiempo que entregaba a los ciudadanos un generoso estado de bienestar.

Sin embargo, la pulsión nacionalista de algunas comunidades periféricas ha mantenido un irredentismo montaraz basado en la pretensión de conseguir un «estado» para su «nación», de forma que su «identidad» quedase preservada.

Pues bien: como ha sugerido Manuel Conthe en un memorable análisis, la respuesta a semejante exigencia imposible consiste en esgrimir «el Estado» y su «laicidad» civil frente a la pretensión «nacional». Citando a Renan, Conthe señala que el concepto de 'nación' no se basa tanto en los elementos materiales que la constituyen -raza, lengua, cultura- cuanto en el sentimiento individual de sus miembros de pertenencia a ella. Y ese sentimiento individual se asemeja al de profesar una religión o ser simpatizante de un club de fútbol, con la principal diferencia de que la nación es una comunidad de base territorial. Así pues, mientras que «Estado» es un concepto jurídico y administrativo, «nación» es un concepto esencialmente psicológico.

De ahí que la crisis catalana haya de desembocar en una potenciación del concepto de Estado, que es una construcción jurídica acogedora 'laica' en la que caben todas las religiones pacíficas y las distintas 'nacionalidades', es decir, las diferentes adscripciones identitarias, que no dan derecho a destruir el edificio institucional, por más que los 'catalanes' sientan que su 'nación' es Cataluña y no España.

Si finalmente interiorizamos estas evidencias, la crisis habrá servido para algo.

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