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Señalar al inmigrante como un sospechoso que viene a nuestro país a robar, a quitar el trabajo a los honrados y esforzados españoles y a aprovecharse de los servicios e infraestructuras propios de una democracia avanzada no sólo es profundamente injusto y éticamente reprobable sino que incita a una violencia contra extranjeros que únicamente buscan una forma de empezar una nueva vida y entre los que, evidentemente, no todo es trigo limpio, como tampoco lo es entre los nacionales. Es legítimo mantener un discurso contra la inmigración pero hay que ser consciente de sus consecuencias, de lo que se está incitando, de las instintos más primitivos que se remueven entre personas que por prejuicios o por desconocimiento tienden a creer que el que viene de fuera es un peligro para su estabilidad, su modo de vida y su prosperidad.

El nacionalismo (que no el sano patriotismo) que alienta el supremacismo es una perversión del razonable y natural orgullo que todo ser humano siente por la tierra donde ha nacido. Ser español es maravilloso, pero no es mejor que ser rumano, brasileño o japonés. Ser catalán no sitúa al individuo nacido en aquella región en un plano de superioridad respecto a un murciano, un madrileño o un andaluz. Sólo desde una cerrazón moral e intelectual absoluta se puede llegar a semejante conclusión, a un etnicismo que hace del otro, del diferente, no un ser distinto, sino un riesgo, una amenaza. El esquema se repite repecto a lo que veíamos antes con los inmigrantes.

Apuntar a los que votan a un partido que se presenta a unas elecciones democráticas y que obtiene un determinado respaldo popular y señalarlos como fascistas es poner a todos en una diana susceptible de recibir dardos dialécticos, insultos, escupitajos o tal vez, algún día, disparos. Alentar a una revuelta popular contra un resultado de unas votaciones libres es la prueba inequívoca del carácter totalitario de quien sólo acepta el sistema cuando el resultado es el que le interesa.

En los primeros casos, se hablaría, sin pensarlo dos veces, de radicales de extrema derecha, ultras. La xenofobia, el rechazo a los inmigrantes o el nacionalismo español se engloban en esta categoría. Por contra, los nacionalismos vasco y catalán, con su mensaje de pureza y supremacía racial, gozan de otro nivel de consideración en el universo de lo políticamente correcto, aunque la endeble estructura intelectual que los sustenta es exactamente la misma: nosotros somos mejores que ellos. Por último, el discurso incendiario antifascista no es rechazado por su evidente carga violenta y guerracivilista, también tiene bula. Y sin embargo, todos ellos son discursos del odio, responsables de un clima enrarecido e inquietante.

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