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Uno entiende en principio, en su inocencia, que cuando se habla del desperdicio alimentario desde instancias oficiales se están refiriendo a toda la comida que se pierde, toda la que se pudre o estropea antes de que pueda llegar a satisfacer las necesidades de quienes podrían habérsela comido a tiempo, que es para lo que se cultivó y crió todo lo destinado a alimentarnos. La estructura de los discursos oficiales que se vienen repitiendo para concienciarnos al respecto inciden más o menos en estas líneas generales: sabemos que mucho género se pierde, que hay gente necesitada, que faltan vías para unir los dos extremos, que al menos sería deseable evitar el escarnio de la opulencia, por tanto hemos de ir reduciendo ese desperdicio. Y en estas andamos, una y otra vez, dale que dale y vuelta a lo mismo.

La Conselleria de Agricultura ha cifrado en 5.600 toneladas semanales la cantidad de comida que se desperdicia en la Comunitat Valenciana, y ahí fue cuando un servidor se cayó del burro -con perdón- , porque son unas 291.000 toneladas al año, y si contamos las naranjas y mandarinas que en estos momentos están pudriéndose en los campos ya nos salen bastantes más. Luego... Eso no cuenta, amigo. Eso no es desperdicio tal como se entiende oficialmente. ¿Cómo que no, si en vez de dar cumplimiento al objetivo de producirlas, que es comerlas, se estropean?, ¿si en vez de generar jornales y riqueza solo dan pérdidas a los productores? Pues no, la consellera Elena Cebrián ha dejado claro el concepto al considerar que se estropea el 18% de la comida que se compra. Es decir, sólo se tiene en cuenta lo que se ha comprado, lo que ocurre a partir del supermercado. Lo de antes no se contabiliza, no es todavía más que materia prima, no se ve como alimento, por tanto no entra en la lista. Sólo es desperdicio de kilómetro 0.

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