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Una Copa para despertar del letargo

Una Copa para despertar del letargo

Silla de enea ·

No hay título que explique mejor la historia e idiosincrasia del Valencia que el del torneo del KO

JOSÉ RICARDO MARCH

Lunes, 27 de mayo 2019, 08:06

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Hace ahora cien años, cuando los sufridos primeros equipiers del Valencia Football Club comenzaron a bregar en un solar del camino de Algirós todavía repleto de barro y piedras, la distancia entre el fútbol valenciano y el que se practicaba en buena parte de la península parecía insalvable. No era solo que los títulos y éxitos deportivos brillaran por su ausencia a este lado del Túria: las contadas ocasiones en las que los voluntariosos onces de la ciudad habían atravesado el camí de Trànsits se habían saldado, por lo general, con actuaciones poco solventes ante rivales de media o baja categoría, suavizadas en la prensa local por la benevolencia de los escasos cronistas futbolísticos (a veces, integrantes de los mismos equipos). La excelente salud deportiva y social de los Athletics, del Barça, el Madrid, el Sporting o el Sevilla contrastaba con una fauna local caracterizada por su intermitencia y debilidad. Y las hazañas de Pichichi, Zamora, Patricio y el valenciano Sancho, que pronto cristalizarían en el subcampeonato olímpico de 1920, parecían por estos lares tan lejanas como las sorprendentes propuestas que había deslizado en sus novelas, apenas unas décadas atrás, Julio Verne.

Cuando Octavio Milego y Gonzalo Medina comenzaron a esbozar, como parte de un largo sueño que duraría varios años, las bases de lo que sería el futuro Valencia, lo hicieron teniendo en cuenta que la transformación del fútbol en un espectáculo de masas, con todas sus implicaciones y consecuencias, era un hecho sin posible marcha atrás. Y sabiendo que empecinarse en mantener el amateurismo que sustentaba la ideología del deporte valenciano de la época implicaba estar condenado a tropezar una y otra vez en la misma piedra, la del fracaso, y a desaparecer por el sumidero que se acababa tragando todas las aventuras futbolísticas valencianas. Por ello, más allá de los postulados krausistas que Milego, por educación y tradición familiar, deslizó en el primer reglamento del club, los ideólogos del club tuvieron más que claro que el nuevo Valencia solo podría desarrollarse enmendando aquello que habían hecho mal sus predecesores. En pocas palabras, no bastaba con concebir el fútbol como un pasatiempo o un juego: había que subirse a la grupa de los éxitos deportivos costase lo que costase.

En este sentido, las ambiciones estuvieron claras desde el primer momento y se vincularon a la competición más importante de su tiempo: la Copa. El torneo del KO fue, de hecho, el asidero al que el Valencia se agarró tempranamente con los objetivos de dejar atrás al resto de sus vecinos y, sobre todo, alcanzar notoriedad y éxito en el fútbol español. Las primeras grandes transformaciones del club llegaron de la mano de las primeras hazañas coperas: entre 1923 y 1934 el Valencia cubrió etapas con la Copa como indiscutible marco de referencia; posteriormente, todos los puntos de inflexión en el siglo valencianista han venido marcados por actuaciones brillantes en el torneo. No hay campeonato que explique mejor la historia del Valencia, su idiosincrasia ni su carácter explosivo; por ello, quizá, no hay título más querido y apreciado por la afición: la Copa del 41 fue, en plena posguerra, el primer hito de nuestra primera Edad de Oro; la del 49, el broche y despedida de la generación eléctrica; la del 54 sirvió como epílogo a tres lustros mágicos, irrepetibles; la del 67 consagró en España a un grupo de futbolistas que habían dominado Europa; la de 1979 inició un triplete de maravilloso recuerdo, pero fue también el germen de una de las peores crisis de nuestra historia; en 1999 actuó como avanzadilla de la segunda Edad de Oro y catarsis para la recuperación del orgullo; y la de 2008, lograda en pleno derribo institucional y deportivo, supuso el último entorchado antes de los años de plomo.

El sábado el Valencia certificó una temporada inolvidable, la de su Centenario, con un título de Copa que es más importante de lo que a simple vista parece. Lo es porque certifica el final a una sequía de once años, un período oscuro y triste dominado por la frustración y el enfrentamiento, en el que los rivales del Valencia aprovecharon para construir palmareses repletos mientras aquí andábamos a garrotazos, como en el sobrecogedor cuadro de Goya; lo es simbólicamente porque corona con los laureles de la victoria un año casi inmejorable en el que el valencianismo aprendió de nuevo a respetarse y a valorar lo que realmente merece la pena; lo es socialmente porque ofrece a una nueva generación de valencianistas su primer título. Porque es, en definitiva, el testigo que muchos agarrarán para reafirmar una fe que generalmente nos proporciona más disgustos que alegrías, la fe del 'patidor'. Esta es la Copa de siempre. Nuestra Copa. La de todos, en una temporada en la que todos arrimamos, de una u otra manera, el hombro. Es, una vez más, como siempre, un maravilloso asidero para trascender, para ilusionarse, para soñar con ser los mejores. Una Copa para despertar del letargo.

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