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ANTONIO PAPELL
Sábado, 8 de diciembre 2018, 08:31
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Nuestra Constitución ha cumplido cuarenta años y ya es con diferencia la más longeva de nuestra historia. La reflexión más obvia que cabe formular a esta distancia que representa la madurez de un ser humano es que esta Carta Magna, redactada de buena fe por un conjunto de ciudadanos de buena voluntad, nos ha acogido realmente a todos con holgura, con un doble afán integrador y nivelador que nos ha hecho progresar, convivir en paz y reducir significativamente las penalidades de los menos favorecidos.
La Constitución se ha ganado por todo ello reconocido prestigio dentro y fuera de este país. Pero, a pesar de ello, tiene aquí, en el interior, dos enemigos de la que hay que defenderla denodadamente. El primer grupo de adversarios es el que pone en duda el hito fundacional. La Constitución fue resultado de un extraordinario esfuerzo de generosidad de todas las partes que convergieron en ella en 1978. Quienes habían perdido la guerra en la defensa de la República fueron los primeros en abonar la reconciliación. Del otro lado, los herederos de los golpistas entendieron la necesidad de facilitar sin apenas resistencia el fin de aquel régimen viciado de origen y detestable en su desarrollo. Pues bien: hoy un sector de opinión fácilmente identificable rechaza la «cobardía» de los progresistas que aceptaron aquella, a su juicio, innoble confraternización, que habría sido en el fondo una claudicación. Y esta actitud es deleznable porque los valores que inspiraron aquel reencuentro son mucho más excelsos que aquellos otros que ocultan la vindicación bajo un manto de justicia.
Los otros enemigos de la Constitución son quienes, con frialdad pasmosa a pesar de lo desaforado del sofisma, aseguran que el gran pacto constitucional ha caducado puesto que quienes lo votaron ya casi han desaparecido. Esta curiosa tesis cancelaría la Constitución americana, que ha cumplido de sobras los doscientos años, pero también relativizaría el valor de la Revolución Francesa, que es más o menos de la misma época, y arramblaría con todas las constituciones europeas que se promulgaron tras la gran contienda en que fueron derrotados el fascismo y el nacionalsocialismo.
Las constituciones democráticas son abiertas, es decir, reformables por los procedimientos que ellas mismas establecen. No son revocables ni caducan. Están por tanto vigentes los valores fundacionales y quienes quieren subvertirlos están intentando cometer una gran estafa. Estafa que no consentiremos porque quienes contribuimos a llevar a cabo aquella proeza originaria y quienes hoy comparten masivamente sus contenidos tienen el deber de preservar el legado y transmitírselo íntegramente a las futuras generaciones. Por todo ello, la democracia es una fiesta. La de la libertad y la convivencia. Y su onomástica, una excelente noticia que llena de prestigio su longevidad.
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