Clientefobia
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Tragarnos 600 kilómetros durante una jornada hacia el sur por el interior me permitió realizar una ligera labor de campo sobre los tradicionales bares de carretera que jalonan las márgenes de las autovías para, en teoría, aliviar al viajero. Para perder el aburguesamiento invernal de pantufla, libro y chimenea, nada como regresar a esos microcosmos que son los oasis disparatados del secarral patrio. Por desgracia, aquellas estanterías mostosas exponiendo películas de VHS y casetes han desaparecido. Una pena, se encontraban joyas descatalogadas. En una de esas fondas enclavadas en Motilla del Palancar compré hace años una cinta de Link Wray y el hallazgo compensó el viaje de ida y vuelta. Por lo demás, esos bares de carretera, y visitamos tres, apenas han evolucionado. Siguen luciendo la cochambre fronteriza del cliente que busca incrustarse algo en el estómago y vaciar la vejiga sorteando charcos de puro asco frente al mingitorio. Modales toscos, atmósfera hostil y clientela con síndrome de Estocolmo mientras pimpla vino con gaseosa a las diez de la mañana para acompañar el bocata de tortilla reseca resucitada vía microondas. Paramos en un bar para comer y el aire acondicionado no funcionaba. Esperamos un rato silenciosos pero nadie acudió para atender nuestra mesa. Nos largamos. En el segundo bar, un encargado mostachudo, achaparrado, rechoncho, nos advirtió con voz rugosa: «No me puedo comprometer, por lo menos tardaré una hora en servirles...» Conste que el local estaba medio vacío... Nos largamos. Al tercer intento, milagro, por fin nos trataron con rapidez y cierta cortesía. Casi lloramos de la emoción. La decoración, con vidrieras bucólicas y sillas de eskai, no había cambiado desde los setenta, pero no nos importó, incluso dejamos generosa propina. ¿Turismofobia? Clientefobia más bien.
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