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A este paso el casoplón de Waterloo generará mayor tinta que la mítica mansión PlayBoy del difunto Hugh Hefner o que el legendario Graceland de Elvis Presley. El independentismo jamás practicó voto de pobreza porque va contra su religiosa doctrina. Si los hijos no se marchan del hogar familiar no es por falta de ganas, sino por falta de curro y porque su economía inexistente les impide volar del nido. Se emancipa el vástago que por fin cuenta con ingresos y goza, más o menos, de unos ahorros saneados o de esa perspectiva.

Los independentismos se amparan bajo la cháchara hueca que apela a las emociones y si a esa palabrería le añadimos certeras campañas propagandísticas con sobredosis de épica inventada, los fanáticos despiertan y creen formar parte de una bella película donde los buenos buenísimos rompen las cadenas impuestas por los malos malísimos. Pero es mentira, se trata del dinero, de la pela. En general los independentistas desean largarse porque se consideran ricos, porque no se quieren juntos con los pobres, que les dan asquito, y porque intuyen que, en su nuevo país, serán todavía más ricachones. La austeridad nunca maridó con los delirios de grandeza, la pompa y el boato. Resultaba claro que, una vez asimilado el exilio, el fugado no iba a morar en un chamizo, en un estudio como de estudiante en prácticas en el Parlamento Europeo o en la habitación de una pensión cutre. Algunos parecen enfadados ante ese casoplón que ha alquilado o pretende alquilar, pero no le envidio la suerte. Aunque la jaula sea de oro sigue siendo una jaula y su futuro inquilino no deja de ser un hombre asustado ante la perspectiva de trullo y la incertidumbre acerca de su situación. ¿Qué va hacer? ¿Cuántos meses aguantará allí? Con o sin chaletazo no quiero imaginarme el muermo palpitante que le aguarda.

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