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Salí del pequeño hotel en el que me alojaba en París, junto a la estación de Port Royal, para visitar el barrio de Montparnasse. Terminaba agosto de 2015 y chispeaba. Paraguas en mano, mi intención era turistear y cumplir con los rituales en el cementerio donde está Serge Gainsbourg: dejar un cigarrillo en la tumba de Julio Cortázar, plantar un bolígrafo en las macetas que rodean a Marguerite Duras o poner una pequeña piedra blanca sobre la lápida de Alfred Dreyfus, el militar francés que padeció a principios del siglo XX uno de los casos más vergonzantes de antisemitismo de la historia del país.

A mitad de la visita, la lluvia hizo difícil seguir y decidí volver otro día. Así fue como regresé a las puertas del cementerio para colgar en un gancho la lámina de plástico que tenía estampado un plano para encontrar a los más famosos residentes.

En ese lugar hay una pequeña marquesina, y un tremendo matrimonio alemán, vestido como quien se va al monte, ocupaba casi todo el espacio cubierto. A un ladito, una mujer de unos 40 años, muy morena y de origen indio o afgano parecía rezar. Llevaba un elegante vestido amarillo de su país, a medio camino entre el traje regional y el vestido de gala. Uno de los alemanes me señaló al llegar y le dijo algo a ella. La chica se levantó del banquito en el que los tres estaban sentado y vino hacia mí, ya fuera del refugio de la marquesina. Para que no se mojara le acerqué mi paraguas abierto y ella, instintivamente dio un paso atrás y se quedó bajo la lluvia.

Me explicó a la carrera que tenía que marcharse, pero antes debía encontrar una tumba. «Simone de Beauvoir», me dijo. «Gracias a ella estoy aquí y prometí venir hoy». Como no entendía nada de lo que estaba pasando, decidí ayudarla. Miré el plano y vi que la tumba de la matriarca de los derechos de la mujer y de su marido Jean-Paul Sartre estaba a unos 30 metros.

Ahora ya sí bajo el mismo paraguas, fuimos hasta allí. Era una piedra grande en la que las visitantes estampan besos con carmín en los labios. La chica abrió el bolso y sacó una Tarjeta de Residencia de la República Francesa recién concedida. Volver a mirar hacia la tumba y ponerse a llorar fue todo uno.

Así estuvimos un rato. Me dio las gracias y me dejó acompañarla con el paraguas sin decir nada hasta salir del cementerio y llegar a una parada de autobús. No supe su historia, pero en vísperas del 8 de marzo, en un mundo que tanto banaliza las cosas me acuerdo de ella.

Son muchos los modos de denunciar la discriminación salarial, los obstáculos laborales o el robo de derechos a la mitad de la población, pero para un hombre no puede ser un problema ajeno. Lástima que no piensen así los sindicatos con la 'huelga solo para mujeres' del próximo miércoles. Se comparta o no la fórmula, es lamentable la cortedad de miras.

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