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El baile de los espías

INOCENCIO F. ARIAS DIPLOMÁTICO

Martes, 3 de abril 2018, 10:20

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Ha vuelto la guerra fría del pasado siglo entre Rusia y Estados Unidos y sus aliados? Parece que sí y la expulsión recíproca de los diplomáticos(¿espías?) es un signo, y no el mayor, de ello.

La cantidad de diplomáticos a los que se ha pedido que regresen a su país en menos de una semana, es decir, fulminantemente, dado que han de levantar la casa, arrastrar normalmente a su familia... no tiene precedentes: cien de cada lado. Lo inusitado de la cifra, en una operación que inició Londres poniendo 'en la calle' a 23 diplomáticos rusos, obedece a un motivo obvio. Un antiguo espía soviético, Sergei Skripal, pasado a Occidente, ha sido envenenado, con su hija, en una ciudad británica con un gas llamado novichok. Las pruebas, abrumadoramente, apuntan como autor a los servicios de espionaje rusos. La reacción de la señora May se entiende por dos razones. Intentar asesinar a alguien en un país extranjero -el espía está aún en estado crítico- es una violación grosera de la soberanía de una nación. Lloviendo, además, sobre mojado (ya ocurrió en el pasado con otros agentes rusos fugados a Occidente), es difícil que no reacciones. Por otra parte, la tentativa de asesinato se produce con una persona que debía estar inmunizado ante estos ataques. Skripal fue encarcelado hace años en Rusia al descubrir sus jefes que era un topo de los servicios secretos británicos. Cumplió tiempo en la cárcel y no hace mucho fue canjeado por otros espías rusos que habían sido sorprendidos y condenados por los británicos.

Si ya había purgado su delito y se pagó un precio valioso por su liberación, que se monte un complicado dispositivo para asesinarlo es una doble afrenta. Significaría que el Kremlim quiere dar un escarmiento incluso con aquellos a los que se debería considerar como inviolables. No vacila, además, en hacerlo pisoteando la soberanía ajena.

El incidente pone de nuevo sobre el tapete la utilidad de los espías y de los servicios de inteligencia, individuos y entes mitificados, a menudo, en exceso. Las agencias son pródigas en pifias. Los soviéticos no creyeron al espía Sorge cuando les advirtió, citando incluso la fecha, que la Alemania nazi les atacaría (el incrédulo fue el propio Stalin). Los alemanes no creyeron a Ciceron cuando avisó del desembarco en Normandía. La todopoderosa CIA, cuya eficacia ha sido vista con escepticismo por varios presidentes estadounidenses (Clinton, en buena medida, Obama hasta cierto punto), erró en el comienzo de la guerra de Corea, en la Bahía de los cochinos cubana, y no olió la caída del muro de Berlín con la implosión de la Unión Soviética ni el ataque terrorista a las Torres Gemelas, aunque la mayor parte de los autores suicidas llevaban tiempo viviendo en Estados Unidos. Hay un informe inefable de la CIA, ahora conocido, fechado en 1959, en el que después de una conversación de un par de agentes con Fidel Castro, se concluye que el cubano es «el líder espiritual de las fuerzas democráticas en Latinoamérica y que no es procomunista». En definitiva, las agencias de inteligencia, tienden, al obtener una información, a valorar más el secretismo que la certeza de lo recibido.

La reacción, desmesurada, según algunos, de los aliados de Gran Bretaña al imitarla, pidiendo la salida de diplomáticos rusos en sus respectivos países -Washington ha expulsado 60- no es sólo una muestra de solidaridad para suavizar que los socios europeos acababan de poner a Londres de cara a la pared en el tema del inicio del 'Brexit' sino que hay una creencia extendida de que los rusos, bajo Putin, se vienen excediendo en los últimos años. Han violentado el derecho internacional con la anexión de Crimea, que por muy rusa que sea había sido aceptada no mucho antes como ucraniana por el propio Putin, el Kremlim ha movido sus peones para desestabilizar, incluso con sangre, a Ucrania a la que no perdona que quiera salirse de la esfera de influencia de Moscú, y, por último, está la cuestión de la invasión de las redes sociales para intentar desestabilizar a Occidente en las campañas electorales.

Aunque a algunos les interese cerrar los ojos, pocos gobiernos occidentales dudan de que Moscú ha tratado de interferir en la elección de Estados Unidos, donde apoyó a diversos candidatos (Sanders, Trump...), con objeto de parar a Hillary Clinton, una bestia negra para los mentores rusos, así como en los recientes comicios alemanes y en Cataluña. En Estados Unidos los mensajes rusos apoyaban sucesivamente a candidatos de diverso pelaje político. El objetivo, como en otras latitudes, no es ya reforzar a un candidato deseado sino desestabilizar al electorado magnificando las divisiones. Así como alimentar la desconfianza hacia el sistema político. Que el 80% de los mensajes inquietantes sobre la chapuza-referendum de Cataluña proviniera de fuentes rusas es bastante indicativo.

Putin sabe que plantarle cara a Occidente le es muy rentable. Los rusos, con una economía, a diferencia de la china, claramente estancada desde hace siete años, se regocijan con el nacionalismo exaltado y prepotente que practica su presidente, con su regreso pisando fuerte a la arena internacional, y pasan por alto que Putin no ha mencionado en su campaña electoral dos temas acuciantes: las pensiones y el deterioro del sistema de salud. Lo reeligen con un mayoría aplastante.

El baile agitado de la expulsión de diplomáticos debería amainar. Ahora bien, como escribió Edward Crankshaw, un especialista en Rusia: «a los rusos siempre les han vuelto locos los temas de espionaje y contraespionaje».

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