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Me divierte leer ensayos y tragarme documentales sobre la contracultura norteamericana de los años sesenta por la empanada mental que destila el fin de esa década. La sobredosis de ingredientes produce un caldo grumoso, espeso, consistente, abrasivo, insalubre, tontorrón. San Francisco y los jipis fumando porros por la mañana y merendando tripis por la tarde. El camelo del amor libre que, sin duda, inventó un tío muy feo para poder fornifollar en medio de la confusión porque no se comía un rosco. La guerra de Vietnam. Lecturas apresuradas de Kerouac y Burroughs. Festivales de rock progresivo con, el detalle sublime que me fascina, otro tío muy feo, quizá el mismo que vendió la martingala del amor libre, bailando despendolado, medio desnudo, sepultado bajo sus greñas y ciego como una patata. Gira sobre sí mismo en plan peonza y se cree muy guay. El baile despendolado, bamboleante, arrítmico y saltarín me hipnotiza. ¿Qué habrá sido de ese menda? ¿Será hoy un vendedor de seguros jubilado y adiposo consumiendo productos de la teletienda, anclado sobre su sofá? Posiblemente. Y, ¿se siente de un ridículo apoteósico cuando se ve en aquellas imágenes de baile despendolado? Pues posiblemente también. Debido a una inevitable asociación de ideas, al observar el júbilo del público que asistía a la declaración unilateral de independencia recordé aquellos conciertos de rock donde todos lloraban frenéticos embargados por la alegría jipiosa. El personal que padece euforias exageradas ante la pseudomística de una revolución cultural o de una rebelión política asume un rol inocentón e infantil que me pasma. Mientras otros se forran, ellos son los engañados de la jugada, los títeres convencidos del Shangri-La que les espera, los extras de la superproducción. Y tan felices. ¿Cómo no profesarles cierto cariño?

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