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Queda feo entre socios dejar brotar las fobias para que estas emponzoñen lo que se suponía destilaba bella amistad. Paralizar el proyecto refulgente al socio equivale asestarle una puñalada que difícilmente perdonará. Ignoro si esta fumigación responde a motivos técnicos o sentimentales. Acaso tan sólo obedece Ribó a su tirria contra los negocios que nacen desde el inquieto seno de la empresa privada, grande o pequeña, pero el caso es que, de momento, se funde el proyecto de las 1.300 viviendas en Benimaclet. Lástima de puestos de trabajo perdidos, de impuestos sin cobrar...

Y fíjense que, en el proyecto, incluían el irresistible gancho de los «huertos autosuficientes», martingala destinada a traquilizar las conciencias biodegradables, sostenibles, ecológicas y neojipis. Si antaño, durante aquellos dorados años locos, te adjuntaban a la vera de la urbanización un campo de golf a modo de falso anzuelo elegante, ahora conviene velar por el espíritu agrícola que debe presidir nuestros pulcros actos. El hombre retorna a la fértil, honesta y sagrada naturaleza del agro pues su alma pecadora se desvió en pos de los placeres capitalistas. Claro que, si les digo la verdad, como uno viene de abuelos agricultores que sudaban largo y ganaban breve, por un lado esta loa beata hacia lo rural me carga; y por otro, esto del huerto urbano autosuficiente se me antoja el clásico pufo que brilla sobre el papel de las teorías pero fracasa en las prácticas del día a día. Qué mono, y qué limpio, ahí en la maqueta, el huertecito. Pero luego, ¿quién destripa los terrones, quién siembra, quién recoge, quién abona, quién sulfata, quién riega? Eso, en el mejor de los casos, porque si irrumpe una plaga, y suele irrumpir, de mosca blanca o de gusano rojo y los frutos del huertecillo se van a la mierda no veas el mosqueo...

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