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Urgente Muere el mecenas Castellano Comenge

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Un bólido por el bypass. Es papá en vuelta rápida para que el muchacho llegue en hora a su primer examen de selectividad. Esfuerzo admirable, tiempo discreto: el resto de compañeros con chófer privado fueron más rápidos. Poco después desafiará de nuevo al crono, abnegado progenitor, con tal de que ningún retraso entorpezca los preparativos del segundo round académico. Ya en casa encontrará el nene sobre su escritorio los apuntes que mamá le habrá fotocopiado en su rol de delegada familiar de reprografía, y cuando caiga la noche dará buena cuenta de un depurado menú, ni tan pantagruélico como para turbar su descanso ni demasiado frugal, no vaya a desmayarse. Doce alarmas, seis por móvil, el uno de papá, el otro de mamá, garantizarán un alba sin sobresaltos, preámbulo de otro día trepidante. La selectividad ya está aquí, como los poltergeist de Carol Anne, y es buen momento para reflexionar sobre en qué medida esta prueba, elevada a la categoría de miedo atávico, refleja el signo de los nuevos tiempos. De mi selectivo apenas guardo vagos recuerdos, una cita sin historia, fácil aunque precisamente hoy resulte impopular decirlo, más liturgia que otra cosa, devorada por el contexto: el trayecto en bus con los compañeros, aquella final de la NBA entre Lakers y Pistons que se colaba en las conversaciones, los lógicos nervios frente a lo desconocido que incluso dieron pie a un accidente doméstico. Y todo solo, al encuentro con la madurez. Ningún revuelo en casa, nada de buscar una cabina para avanzar partes de guerra. Rutina. Los mayores trabajan, los críos estudian. Cada cual en su sitio. Hoy los padres intercambiamos información a la puerta del cole sobre el temario que entra en los exámenes, aprendemos la lección antes de enseñársela a los pequeños, memorizamos a dúo y hasta cuentan en la radio que una madre ha pedido tres días de permiso para arropar a un tiarrón de 18 años en el selectivo. No hay reproche. El del coche era yo; la de las fotocopias, mi mujer. Pero me pregunto hasta qué punto la capa de caramelo líquido con que untamos a los hijos es la mejor formación de cara a una vida que tendrá más de amargo que de dulce. Ahí lo dejo.

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